Corría el año 2012. En aquel entonces no estábamos tan inmersos en la costumbre de la selfie ni de retratar la dificultad.
De hecho no me gusta quitarme fotos y menos de una situación vulnerable como una post-cirugía, que la mayoría evitaría mostrar.
Sin embargo, me recuerdo que pensé aquel día:
En esto también consiste la vida.
Quería registrar ese instante en el que me sentía adolorida, con la intravenosa, demacrada, con la rodilla recién operada y con el ánimo imposible de levantar. “El dolor me nubla la vista”, dice un Salmo. Y si persistimos en creer lo que el dolor nos dice en nuestra mente -especialmente en la habitación de un hospital- nuestra recuperación tardará más.
Las cirugías, los accidentes, los diagnósticos adversos… todo eso puede pasar (sólo que preferimos no incluirlo en nuestro álbum familiar).
Algunos de nosotros ya no volvemos a ser igual. Hay pérdidas por el camino. Algunas secuelas son permanentes, pero aquí va mi mensaje central:
Toda herida bien tratada volverá a sanar, dejando atrás cicatrices y a un ser humano resiliente y capaz.
Sí, porque en esto también consiste la vida: en días de cirugía, en un sueño hecho trizas, en dejar ir, y en re-crear tu realidad.
Las mujeres en mi familia siempre han sido expertas en plantas: mi abuela, mi mamá, mis tías… hasta que yo rompí la tradición 🤦🏻♀️ (siempre está la divergente, ¿cierto?) Resulté ser una analfabeta en botánica y jardinería. De hecho, ostento el récord Guinness familiar de la mayor cantidad de plantas secadas. Pero, este fin de semana me arrojó un rayo de esperanza.
Como ayer Naru iba a aprender sobre plantas empezó a llover, obviamente. Todo el escenario confabuló para cancelar, seguir durmiendo y aceptar mi destino poco promisorio. Aún así, junto a una amiga nos trasladamos hasta un vivero especializado en plantas raras, tropicales, suculentas y cactus, en las afueras de la ciudad. Asistimos a un taller organizado por Plants Alive! (especialistas desde 1975 en USA). Esta experiencia no sólo me ayudó a reconstruir mi demolida autoestima 😅 y me brindó orientaciones prácticas, sino que también me hizo ver con claridad tres lecciones de vida.
Es posible recuperarse de una difícil temporada
Al igual que las plantas, todos atravesamos periodos donde no recibimos los nutrientes y elementos esenciales de nuestro entorno. Algunos de maneras más bruscas y prolongadas que otros, lo que agrava la situación.
Nuestra raíz –oculta a la vista– muere un poquito cada día en silencio, hasta que se hace notorio ante todos: perdemos nuestro color, se nos caen las hojas y nuestra vitalidad se apaga.
En mi experiencia, cada vez que veía a una planta secarse me entristecía saber que llegaba su final. Sin embargo, con el taller aprendí que si aplicamos las medidas curativas correctas las plantas se pueden recuperar, porque su raíz es más fuerte de lo que creemos.
Aunque la superficie nos diga “Esto está muerto”, una planta puede ser increíblemente resiliente, y un ser humano sin dudar. Puede que la mejoría lleve unos días, semanas, meses o más, aún así es temporal, no el veredicto final. Esa vida sanará.
El lugar de origen da pistas sobre lo que nos hará bien
Estábamos en una rondita grupal dentro del espacioso vivero escuchando al instructor Jeff Kushner ilustrarnos sobre los principios de transplantar, sobre nutrientes, fertilizantes, fotosíntesis, ósmosis, etc., en compañía de participantes experimentados, cuando de pronto me miró y me preguntó sobre mi planta.
*Silencio seguido por leve pánico escénico*
Como absoluta principiante quise enterrarme de la vergüenza. Pero, alentada por mi amiga (genia en plantas) me asinceré y le confesé a Jeff que tenía una Snake Plant (conocida también como “lengua de suegra” 👅) y le pedí que me oriente en “Cómo no matar mi planta”. Jeff sonrió por mi expresión y, con sabiduría y aplomo por sus décadas de experiencia, me respondió: “Cuando quieres entender qué le hará mejor a una planta pregúntate sobre su origen. ¿De dónde es la Snake Plant? Es de hábitats tropicales, por ejemplo en Aruba crecen en la playa, a sol pleno”.
Obviamente estaba esperando una respuesta bien práctica como “Riégala tantos días al mes y no la expongas directo al sol”, pero no eso que me dijo. Inmediatamente pensé en cuando los seres humanos somos “transplantados” a nuevos entornos y nos quitan de «nuestra maceta», lejos de nuestra esencia y de la luz y los estímulos que necesitamos (como en mi caso que me mudé de país a principios de año).
Para recuperarnos cabe preguntarnos: “¿En qué tipo de ambiente florezco? ¿Y en cuáles me marchito? ¿Qué me nutre para estar saludable y fructífera?”. Nuestro lugar de origen es clave para entender lo que nos hace revivir.
¿Qué te hace sentir vivo/a? ¿Qué pistas hay en tu lugar de origen?
Es instinto, no matemáticas
Me he manejado con fórmulas, reglas y sistemas gran parte de mi vida. Al igual que una receta de comida donde sabés la medida exacta de ingredientes, pensé que con las plantas sería igual: regar “x” cantidad, un día y horario específicos, y ponerlo en un lugar preciso. Sin embargo, al tratarse de un ser vivo y dinámico no funciona exactamente así. No es un cuidado matemático y cabal, sino más bien instintivo, donde tomás decisiones basadas en señales y en observaciones.
Cuando buscás ayudar a una persona no lo hacés como algo mecánico, con un checklist genérico bajo la manga. Lo hacés prestando cuidadosa atención, entrando en contacto y tocando su tierra. Ningún ser humano es igual a otro, así como ninguna planta es repetida en serie como en una fábrica de ensamblaje. Estamos hablando de una creación original.
Como con una planta, no invadís; no la ahogás con agua, no la quitás abruptamente al sol; la respetás, a veces la dejás tranquila y en paz por semanas porque necesita espacio para recuperarse de los eventos traumáticos que ha atravesado; pero a la vez sabés cuándo acercarte, darle asistencia y delicado cariño.
En suma, sería ingenuo de mi parte pensar que llegaré algún día al nivel de sapiencia botánica de mi linaje familiar. De lo que sí estoy segura es que de ahora en más asumiré los siguientes compromisos: no me rendiré tan fácilmente porque sé que hay una raíz que puede resistir; crearé un microclima donde mis plantas y seres queridos se sientan “en casa”; y dejaré mis fórmulas artificiales de lado para abrir paso a una conexión mucho más empática y natural.
Nos faltan preguntas más profundas… y tiempo para escuchar las respuestas.
Estamos bombardeados de estímulos. Demasiado accesibles y enchufados. Estamos apurados. De una tarea a la otra, de un emprendimiento a otro. Nuestra vida se ha vuelto intensa, rápida y lastimosamente poco reflexiva.
Sin embargo, si queremos crecer, renovarnos y verificar si estamos yendo en la dirección correcta, necesitamos cultivar espacios de silencio, de perfecto sosiego, donde baje la intensidad y nos tranquilicemos. Un momento donde nos preguntemos en quién nos estamos convirtiendo. Un lapso donde nos conectemos con nuestros valores.
En 2016, gracias a la ADEC, tuve la oportunidad de participar de un programa de mentoría entre empresarios seniors y jóvenes llamado Consejeros. En una de nuestras reuniones mi mentor me preguntó: «¿Cómo desgranamos los hechos cotidianos? ¿Cómo analizamos lo que hay detrás realmente?». El primer pensamiento angustioso que me vino a la cabeza fue «¿En qué tiempo voy a analizar?» 😩
Pero la pregunta de mi mentor me siguió dando vueltas. La verdad es que en algún punto debemos empezar a rascar la superficie de los acontecimientos y llegar a una reflexión que requiera mucho más de nosotros. Un abordaje que cale más profundo.
Podemos hablar de videos virales y de resultados deportivos de taquito, pero estamos dejando –o evadiendo– las preguntas importantes, esas que son más invisibles, que no te gritan para llamar tu atención ni aparecen diariamente en una notificación de red social. Son las que aparecen en la calma, en el sosiego.
Me acuerdo de una pregunta en particular, hecha hace miles de años a Jesús: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante?». ¿Saben cuál fue su respuesta? «Amarás…».
El inspirador Morrie Schwartz, dejó antes de su muerte por esclerosis lateral amiotrófica un compendio de aprendizajes que ya cambiaron la vida a millones de lectores. Su ex alumno en la universidad y amigo cercano, Mitch Albom, fue quien registró todas sus conversaciones a través del libro «Tuesdays with Morrie» [Martes con mi viejo profesor].
La «clase» era todos los martes. Comenzaba después del desayuno. Y la temática entre Morrie y Mitch era el sentido de la vida, la familia, el matrimonio, las emociones, la cultura, el mundo, el envejecer, el amor, el perdón, y el último adiós. De todas sus reflexiones, el sabio profesor decía que la forma en la que finalmente tenemos significado en la vida es amando a otros, dedicándonos a la comunidad que nos rodea, creando algo con propósito.
Sin amor somos pájaros con las alas rotas», decía Morrie.
Si el amor está ausente en nosotros, buscamos substitutos: acumular dinero, enterrarnos en trabajo, en entretenimiento, en lo material. Lo peor es que este tipo de añoranza no se va, sólo se incrementa con el tiempo. Sin alas, sin amor, vamos muriendo como país, como sociedad y como familia, cual pájaro malherido en el nido cuyo diseño original siempre fue volar.
Quizá ese sosiego que necesitamos venga disfrazado de un tiempo para leer, para escribir, para observar la naturaleza, para descansar, o de caminar en solitario. Pero el objetivo es el mismo, como diría Morrie: «una vez que pongas los dedos en las preguntas realmente importantes, ya no puedes alejarte de ellas».
“Nadie hace algo perfecto la primera vez”, le dijo el abuelo Nishi a la niña Shizuku con respecto al cuento que ella había escrito. Como niña sin experiencia, su texto tenía errores. Quedaba todavía un arduo trabajo de edición para que sus palabras llegasen a su mejor versión, así que el anciano la alentó a no darse por vencida.
Recuerdo haber visto esa escena en “Susurros del corazón” [耳をすませば], una película japonesa producida por el Studio Ghibli, con guion del gran Hayao Miyazaki.
Como todo artista, Miyazaki deja huellas personales en sus creaciones. De hecho, un documental de NHK ha captado su proceso creativo al dibujar storyboards y dar vida a sus ideas. Hace trazos, borra, redibuja, pinta, escribe diálogos, los corrige, arruga los papeles y los tira al suelo; vuelva a empezar, borra, escribe de vuelta, coloca sus dibujos en la pared, los contempla, suspira, sale a pasear, retorna a su estudio, dibuja más, se arrepiente, borra, empieza de nuevo, encuentra la idea, la pule una y otra vez, escena por escena, hasta que termina con magia plasmada en un papel.
Muchos no se enteran de los entretelones, sólo de la obra maestra que llega a la gran pantalla.
La verdad es que la primera vez es difícil. Sea con una actividad o con el desarrollo de una idea. Nos adentramos a terreno desconocido. Oscilamos entre la inseguridad y la valentía. Cuando finalmente nos arriesgamos y ponemos «ahí afuera» el proyecto o ejecutamos el movimiento nos damos cuenta de que tiene fallas.
Lo peor es que muchas veces nos toca «fracasar en público». Nos tienta renunciar y escondernos. Tomamos las falencias temporales propias del amateur como una identidad permanente.
Lo que a mí me ayuda en mi proceso de aprendiz es el siguiente pensamiento:
«La primera vez que haga algo probablemente me saldrá mal. No debo descorazonarme. Me voy a equivocar y me van a criticar por eso. Aún así, debo regresar, porque es en la segunda, tercera y cuarta vez que la magia surge y la excelencia se abre paso».
La primera vez nos raspamos la rodilla, nos perdemos, titulamos mal, somos aburridos, copiamos a otros por inseguros, tocamos la tecla equivocada, somos lentos, tartamudeamos, erramos el tiro, y quemamos la comida.
Paciencia. Igual que Miyazaki, colguemos el storyboard en la pared y miremos qué podemos pulir. Seamos abiertos a los buenos consejeros. Escuchemos sobre nuestros puntos ciegos. Volvamos al lugar y al archivo del error, no para practicar una autopsia condenatoria, sino para tomar una decisión que devuelva la vida al proceso.
El raspón sanará, el error se corregirá, la experiencia nos fortalecerá, la comida tendrá sabor, nuestra creación se llenará de color. Pero para ver eso necesitamos regresar a lo que al inicio nos generó vergüenza y dolor. Porque es en la corrección y la edición donde se forja lo mejor. Ánimo, «nadie hace algo perfecto la primera vez”.
Hay lecciones que los juegos nos pueden enseñar, que si las aplicamos nos van a potenciar.
Para empezar: en la vida debemos trazarnos NIVELES o nos vamos a desmotivar. No se salta del paso 1 al 20 así nada más. Si nos ponemos una meta muy ambiciosa corremos el riesgo de fallar y sentir que nos golpeamos contra una barrera imposible de atravesar. Entonces definir niveles y avances constantes es lo ideal.
La experiencia a veces puede abrumar. Tanto por aprender, resolver y descifrar, a un ritmo de shinkansen a 300 km/h (sin parar).
Sin embargo, no debo perder de vista que para ganar hay que ARRIESGAR, y eso implica que capaz no todo salga acorde al plan. Pero es allí donde aprendemos a desarrollar creatividad, soluciones diferentes y conocimientos que la pérdida nos ayudará a vislumbrar. Paciencia. No se crece en un mes lo que lleva un año desarrollar.
Subir de nivel no se da gratis, no es fruto del azar. Detrás hay luchadores esforzados, que fueron forjados en los días de rechazo.
Pero un día vendrá donde subiremos de nivel y el músculo estará fuerte para avanzar. Cuando eso ocurra nos debemos RECOMPENSAR, porque no sólo vale la medalla en el pecho sino todas las victorias previas que nos permitieron llegar.
Tendremos logros bien públicos que las personas aplaudirán, pero no nos olvidemos que la matriz de eso estuvo en esos días que respiramos hondo y dijimos: «Voy a intentar, una vez más».
Por último, juguemos A GANAR. No dejemos que las distracciones del camino nos hagan perder de vista la meta real. Vencer nuestros miedos. Pelear contra el mal. Y saber que cada nivel es una oportunidad para servir a los demás.
Vamos por niveles, vamos celebrando los avances y enfocados hasta el final.
¿Estás cansado/a? Todos necesitamos tiempo de respiro y quietud, donde escapemos de la constante demanda por producir resultados con fechas límites. Es sano que tras temporadas exigentes necesitemos parar.
Pero nos empezamos a deslizar en un terreno peligroso cuando transcurrido un buen tiempo recurrimos una y otra vez “al sofá”; cuando nuestra mente busca más la comodidad que la aventura; cuando queremos reducir al mínimo los desafíos para desparramarnos entre almohadones de seguridad y confort.
Lo más dañino a veces no termina siendo lo que hacemos desde ese sofá, sino lo que dejamos de hacer. John Ortberg, en su libro “Cuando el juego termina todo regresa a la caja”, tiene las palabras exactas para describirlo:
Se trata de lo que uno no hace, las relaciones que nunca se profundizan, las personas necesitadas a las que nunca servimos… nunca llegamos a verlas siquiera. Son las oraciones maravillosas que nunca elevamos, los pensamientos nobles que nunca pensamos, las aventuras que nunca emprendimos. Son las carreras que nunca corremos y las batallas que nunca peleamos, las risas que no reímos y las lágrimas que no derramamos.
Ese sofá puede matar nuestro potencial. Todo cambio implica acción y mucha movilidad. Es fácil esperar que las cosas se hagan y solucionen por nosotros, cuando en realidad se podrían realizar pormedio de nosotros. No estamos llamados a vegetar y aceptar pasivamente “el destino”. Tenemos agencia para generar pequeñas y grandes revoluciones en nuestros hogares, empresas, organizaciones y espacios de liderazgo.
En mi descanso de vacaciones volví a ver la trilogía de “El Hobbit”, cuya historia parte de los libros del fantástico J.R.R. Tolkien. En esta historia se describe la vida aparentemente perfecta de Bilbo Bolsón. Allí estaba él, en su hogar [el agujero-hobbit], cómodo, próspero y tranquilo, rodeado de prados en la Comarca. Con su té y sus panes, su chimenea, su rutina inalterable y “su sofá”. Hasta que llega el mago Gandalf con una misión que daría vuelta su mundo: acompañar a un grupo de enanos e ir en busca del tesoro custodiado por el temible dragón Smaug en la Montaña Solitaria.
El argumento de Gandalf para convencer a Bilbo es impresionante: “En esta vecindad los héroes son escasos, o al menos no se los encuentra. Las espadas están aquí casi todas embotadas, las hachas se utilizan para cortar árboles y los escudos como cunas o cubrefuentes; y para comodidad de todos, los dragones están muy lejos”.
Eso despierta algo en Bilbo (su potencial dormido), y se embarca al desafío que transformaría su historia (y el de la Tierra Media).
¿Qué se deja de hacer cuando nos recostamos en el sofá? ¿Qué se apaga? ¿Qué se entierra? ¿Qué se deja de decir? ¿Qué se pierde? Descansemos si nos encontramos agotados, pero una vez que recobremos fuerzas saltemos de ese sofá para ser activos protagonistas donde más se nos necesite.
Una de las escenas de la película “El hombre de acero” nos muestra a un Clark Kent de niño en un aula de clases. Su maestra está impartiendo una lección. Clark todavía no es conocido como Superman pero ya empieza a desarrollar sus poderes peculiares.
De repente él se siente abrumado: escucha todo con mayor intensidad y nitidez, desde el contacto de la tiza en la pizarra, las voces de sus compañeros y compañeras, el golpeteo de lápices hasta las manecillas del reloj. Su maestra se percata que él da signos de estar asustado por lo que se aproxima y le pregunta “¿Estás bien, Clark?”. En ese momento él se da cuenta que tiene la visión de rayos X y puede ver los órganos y huesos de ella. Esto lo atemoriza en gran manera y sale corriendo del salón hacia el pasillo, tapándose los oídos en desesperación, como queriendo silenciar todo lo que está experimentando.
Clark se mete a una pieza donde guardan los productos de limpieza y llavea la puerta. Su maestra y todos los estudiantes de su clase salen detrás de él -algunos por preocupación y otros por curiosidad-. La docente golpea la puerta e intenta disuadirlo para que salga, gira el picaporte constantemente y le dice “Llamé a tu mamá”, a lo que un enojado y agobiado Clark responde calentando el picaporte con su visión calorífica para que ella no vuelva a tocarlo.
En eso llega corriendo Martha Kent (su mamá adoptiva y quien conoce el secreto de que Clark en realidad es Kal-El del planeta Krypton). “Estoy aquí. Clark, es mamá. ¿Abrirías la puerta?”. Clark ve a través de las paredes y escucha con perfección los susurros despectivos de los demás niños hacia él. Está sentado, llorando, con las manos todavía puestas sobre sus orejas. “Cariño, ¿cómo puedo ayudarte si no me dejas entrar?”, le dice Martha con una voz que sólo las madres poseen en un momento crítico. Clark reacciona diciéndole: “El mundo es demasiado grande, mamá”. Martha se arrodilla frente a la puerta y le susurra del otro lado: “Entonces hazlo más pequeño”.
Es en ese diálogo de una historia ficticia que encontramos una profunda verdad sobre el liderazgo personal y empresarial: necesitamos hacer nuestro mundo más pequeño. Debemos editarlo, de lo contrario vamos a abrumarnos, a desgastarnos y terminar inefectivos en nuestros esfuerzos.
Existen un sinfín de causas y de problemas en los que podríamos involucrarnos. Hay una larga fila de personas que demandan nuestro tiempo. El catálogo de libros, de capacitaciones, la cantidad de invitaciones, emails y notificaciones no para. ¿En qué y en quiénes nos enfocaremos? ¿Cuáles serán las batallas que elegiremos pelear? Si no reflexionamos en esto dispersaremos nuestra fuerza a todas las direcciones.
Que nuestro mundo sea más pequeño no significa que convirtamos al resto en menos importante. Pero entendemos la diferencia entre estar ocupados y estar enfocados.
Son días de altos contrastes. Mientras en ciertos lugares se celebra una recuperación, en otros se llora una muerte. Vemos héroes y también traidores. Hay donaciones y hay robos. Están las manos que ayudan en casa y están los puños que golpean. Es un tiempo de obediencia y desacato.
Abunda el desempleo y también la sobrecarga de trabajo. Algunos tenemos hambre y otros sobrepeso. Triunfa el amor o se apodera el odio. Hay rapidez y una desesperante lentitud. Algunos estamos en compañía y otros en soledad. Se revela la sabiduría y también la estupidez humana.
En 1859 Charles Dickens en su novela Historia de dos ciudades, escribió una de las introducciones más famosas de la literatura, que bien podría retratar nuestra situación actual:
“Eran los mejores tiempos, eran los peores tiempos, era el siglo de la locura, era el siglo de la razón, era la edad de la fe, era la edad de la incredulidad, era la época de la luz, era la época de las tinieblas, era la primavera de la esperanza, era el invierno de la desesperación, lo teníamos todo, no teníamos nada…”.
¿No abrís los ojos algunas mañanas profundamente agradecido, y otros con angustia? ¿No sentís abundancia y pérdida en la misma jornada? Somos un vaivén de emociones. Algunos de nuestros días transcurren con una calma similar a la de una piedra que reposa en el fondo de un arroyo; otros se sienten como una catarata de preocupación. Un tweet nos da tranquilidad y al día siguiente otro nos provoca insomnio.
La crisis sólo hace que la brecha sea aún más grande. ¿Cómo navegamos en medio de ello? Tendremos que aprender a convivir con estos contrastes. Nos abrirán los ojos como nunca antes. En diseño gráfico el contraste es muy importante, y se produce cuando juntamos dos elementos bien diferentes. Mientras mayor sea esa diferencia mayor será el contraste. ¿Para qué sirve esto? Para dar claridad a nuestro diseño y orientar hacia el foco de la composición, que es donde se supone que debemos mirar.
El contraste nos dará claridad para saber dónde poner nuestro enfoque. Experimentaremos dolor y será tan agudo pero hará que la alegría sea aún más anhelada. Aprenderemos lo que es ser obedientes cuando la tentación por incumplir sea enorme. Forjaremos valentía cuando todo nuestro ser quiera salir corriendo. Conoceremos lo fuertes que somos al soportar cargas que preferiríamos nunca llevar. Respiraremos profundo cuando seamos conscientes de que el oxígeno nos puede faltar. Valoraremos la familia cuando no haya nadie que nos pueda cuidar. En la quiebra sabremos que el emprender se trata de perseverar, no de empezar.
“Teníamos todo. Hoy no tenemos nada”. ¿Qué se puede gestar entre medio de la luz y la oscuridad? ¿Entre la fe y la incredulidad? ¿Qué vamos a mirar, Paraguay? ¿Dónde nos vamos a enfocar? La pregunta que quiero dejarte retumbando es: en días de altos contrastes, ¿qué elemento va a dominar?