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Diseñadores de ambientes: el hogar revela nuestra personalidad


Nuestro hogar es más que paredes y muebles; es un reflejo de quiénes somos. Cada rincón, desde la iluminación hasta los detalles decorativos, está impregnado con nuestras decisiones, dando pistas silenciosas sobre nuestra personalidad.

Ahora parece otra vida, pero recuerdo que cuando me mudé de país, y a mi apartamento sola, tardé un buen tiempo en equiparlo. Todo lo que tenía era usado o regalado: mi cama, un mueble de ropa, un escritorio chico (con una silla incómoda) y unos elementos de cocina básicos.

¿Qué sentís al llegar a casa luego de un largo día? En aquel entonces yo abría la puerta y no me invadía la sensación de relajo ni de renovación. El espacio no se sentía mío. Al contrario, ver todo semi vacío me generaba frustración. Lo llamativo es que no era un problema de recursos, sino de ideas. Me faltaba una visión y eso me paralizaba para tomar decisiones. Así viví 3 meses hasta que armé el «Proyecto Elrond» en una tarde de domingo y el cambio fue drástico.

Una casa empieza por una visión

En «El Hobbit» de J.R.R. Tolkien se describe la casa del elfo Elrond de la siguiente manera cuando recibe a Bilbo, Gandalf y los enanos:

La casa era perfecta tanto para comer o dormir como para trabajar, o contar historias, o cantar, o simplemente sentarse y pensar mejor, o una agradable mezcla de todo esto. La perversidad no tenía cabida en aquel valle. Todos los viajeros se sintieron refrescados y fortalecidos luego de pasar allí unos pocos días. Les compusieron los vestidos, tanto como las magulladuras, el humor y las esperanzas.

[Pausa comercial] No olvidemos que la casa de Elrond fue un refugio para este grupo de viajeros después de kilómetros de caminata, ampollas y enfrentar peligros.

Sigamos el relato de lo que aconteció en esa casa:

Les llenaron de alforjas con comida y provisiones de poco peso, pero fortificantes, buenas para cruzar los desfiladeros. Les aconsejaron bien y corrigieron los planes de expedición. Así llegó el solsticio de verano y se dispusieron a partir otra vez con los primeros rayos del sol estival.

Me enamoré de esa descripción desde el primer momento que la leí. Despertó en mí el deseo de que si alguna vez tenía un espacio propio buscaría acercarme a la influencia de la casa de Elrond. Soy consciente que se trata de una historia de fantasía, pero ¿sería muy loco pensar en que así como se escribe la visión de una organización o una empresa, también es posible trazar la visión para nuestros hogares?

Así se incubó en mí la idea de crear un espacio que RESTAURE fuerzas y esperanzas en medio de conversaciones y comida, en el que mis visitantes y yo seamos llenos de paz.

¿Qué ocurrió?

De la mente al papel

Una visión se escribe (o se dibuja)

Abrí mi computadora y empecé a teclear sin parar, a definir paleta de colores, a seleccionar fotografías de referencia, a investigar, a preparar un presupuesto y a definir fases de implementación.

Poner por escrito mi visión liberó una fuerza en cascada. Al partirla en niveles todo se sentió más realizable.

Imaginé el tipo de ambiente en el que mi cuerpo, mi mente y mi espíritu se regocijarían y se relajarían. Buscaba bajar los estímulos, no subirlos. Y eso implicaba pensar en la iluminación, en el sonido (o el silencio), en olores, en distribución de los elementos, en los colores, en la temperatura, en la decoración, en las plantas…

Así acontecieron las semanas y el «Proyecto Elrond» cobró vida. Toda mi energía en el tiempo libre la volqué en armar mis muebles, en comprar lo que me faltaba y en mejorar este espacio. Nunca fui TAN consciente de la influencia de un hogar sobre las emociones y el bienestar. Sentí cómo mi actitud cambió. Quería regresar a casa. Me gustaba la sensación de abrir la puerta al entrar. Se convirtió en mi lugar favorito.

Si tenés la libertad y posibilidad de decidir, ¿qué revela tu casa de tu personalidad? ¿Qué emoción genera esa foto que exhibís? ¿Cuál es la historia detrás de ese juguete, o ese imán en la heladera? ¿A qué huele tu hogar, a café recién hecho? ¿Qué se escucha? ¿Qué se mira? ¿Hay orden, desorden? ¿Nos quitamos los zapatos al entrar o no hay reglas? ¿Encontraremos instrumentos musicales, pelotas, dibujos, cuadros? ¿Qué comemos? ¿Cómo son tus tazas? ¿Cuánta luz natural entra? ¿Qué dice tu elección de libros de la curiosidad de tu mente? ¿Tenemos un espacio para sentarnos a conversar?

Nada grande se logra solo/a

Y donde hay visión, hay alianzas

La ventaja de tener una visión clara para tu hogar es que permite a aquellos que la conocen agregar sus propias ideas y contribuciones, porque saben de tus valores. Esta colaboración puede enriquecer significativamente el proceso de diseño, quitarte de la parálisis del análisis y apoyarte en la implementación de cambios.

Fue así que tuve ayuda durante todo el proyecto por parte de mis amigos (hasta ahora). Desde sencillos detalles, hasta grandes muestras de apoyo. Siento que son mis aliados. Al igual que Elrond, ellos también me refugiaron a mí en momentos difíciles donde me encontraba de expedición rumbo a la Montaña Solitaria, con pocas fuerzas y desorientada. Me «compusieron los vestidos, tanto como las magulladuras, el humor y las esperanzas».

Reflexionando sobre nuestro microclima personal

Recientemente incursioné en la práctica de colorear páginas (estilo mandalas), sin ninguna instrucción sobre la paleta de colores a utilizar. Es pura elección mía. Eso me hizo pensar que nuestro hogar es como un lienzo en blanco que llenamos con los colores de nuestra personalidad.

Al ser diseñadores de ambientes, tenemos el poder de generar un microclima que influye en nuestro estado de ánimo y el de quienes nos rodean. Aunque afuera tengamos que aguantarnos, en casa podemos llorar. Aunque afuera se espera que no paremos, en casa está bien reposar. Aunque vivamos solos o en compañía de alguien, nuestra casa es testigo de nuestra vida y de nuestra vulnerabilidad. Es donde nuestras ideas pueden volar. Es donde nuestros huesos y almas vuelven a sanar.

Entonces, ¿qué tipo de ambiente estás generando en tu hogar? ¿Cómo impacta en tu día a día y en los demás? Hagamos de nuestro hogar un testimonio de nuestra esencia y personalidad. Seamos diseñadores de entornos que inspiren, nutran y equipen para «partir otra vez con los primeros rayos del sol estival».

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Lo bueno de elegir lo mismo una y otra vez


Asiduamente voy a una librería independiente cerca de mi casa cuya sección de poesía es un manjar artístico. A veces me detengo a leer poemas de autores que me son desconocidos pero sus palabras encuentran hogar en mi corazón. Esta semana descubrí un poema que Wendell Berry le dedicó a su esposa. La estrofa final menciona que él se siente bendecido por elegir de vuelta lo que eligió anteriormente.

Detengámonos por un ratito. Desarmemos esas palabras como un reloj suizo. ¿Sentirse bendecido por escoger lo mismo? ¿Sentirse emocionado por volver a tocar la misma mano? ¿Agradecer por ver el mismo rostro cada día, por años? ¿Sentirse bien por la consistencia? Es que en épocas de volatilidad es admirable elegir una y otra vez lo mismo, y sentirlo como una bendición y no como una maldición esclavizante.

Bajo esa perspectiva pronunciar la frase de Te elegiría una y otra vez es de valientes, si la consideramos ya pasado el efecto eufórico de los inicios. Ben Rector lo captó magistralmente en Over and over. Convengamos: la tentación por lo novedoso, por lo excitante y por la gratificación instantánea es fuerte, MUY fuerte. Y agreguemos que también es fácil, la encontramos a un mensaje de distancia en una app.

En lo cotidiano me ocurre que cada vez que voy al supermercado me interpela lo mismo cuando miro los estantes repletos de opciones: ¿compro la misma marca, o debería cambiarla? ¿Y quién incuba ese «debería» en mi mente como si fuese un imperativo? ¿Acaso me estoy perdiendo de algo? ¿Es todo tan fácilmente reemplazable y desechable?

Siento que nuestra cultura occidental tilda de aburridas las decisiones repetitivas y nos empuja hacia la constante insatisfacción. Pero mis decisiones a mí me entusiasman, a mí me dan paz, a mí me edifican. Y es verdad que no explotan fuegos artificiales ni se me eriza la piel todo el tiempo, quizá a veces hasta sienta aburrimiento, o tenga algo tan memorizado que lo dé por sentado, pero eso no quita el hecho de que esas relaciones y hábitos son un tesoro y están presentes en mi vida porque ME HACEN BIEN y he construido ya una historia en conjunto.

Hay una diferencia entre cerrarse ante las nuevas posibilidades y entre ser consistentes. La primera limita nuestro potencial pero la segunda sirve para protegerlo.

Es genial cambiar pero el peligro está en hacerlo hasta el punto en el que nos desconocemos. Terminamos siendo como las olas del mar, agitados de un lado al otro por el viento. Por eso, así como celebramos el cambio constante y la batalla a la inercia, celebremos también el abrazar la estabilidad, sin vergüenza alguna.

… I am blessed, choosing again what I chose before»

Wendell Berry

Que esta semana puedas identificar personas y hábitos constantes en tu vida y digas en tus adentros: No te voy a cambiar. Te elijo una y otra vez.

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Las palabras como medicina en un mundo hiriente


Hoy asistí al National Book Festival, un evento público y gratuito que une autores y lectores, en un día repleto de conferencias, actividades, feria y firma de libros. Fueron varias horas de estar inmersa en un ambiente creativo que dio protagonismo a aquello que es capaz de crear universos y cambiar vidas: las palabras.

En una de las charlas, la poeta Joy Harjo dijo algo que me removió: «No vinimos a este mundo a responder emails». Uff. Nuestro propósito trasciende mucho más allá de la monotonía de respuestas protocolares y formalidades vacías como «Estimado/a… Espero que este mensaje te encuentre bien». En este blog post quiero que recordemos un aspecto asombroso de las palabras, su poder de curación.

Dice Proverbios 12:18 (NTV): «Algunas personas hacen comentarios hirientes, pero las palabras del sabio traen alivio». Hay otra versión que dice que «hay hombres cuyas palabras son como golpes de espada; mas la lengua de los sabios es medicina». No sé ustedes, pero a mí sólo me golpearon espadas de juguete de mi hermano cuando era niña. No me imagino el impacto de una verdadera, de las que se usaban en la antigüedad.

Por eso, reflexionemos un instante sobre lo aguda que pueden ser algunas expresiones, capaces de infligir heridas más profundas que cualquier golpe físico. Estas palabras, afiladas como espadas, pueden resonar durante semanas, meses e incluso años. Sin embargo, en medio de eso, emerge el antídoto: las palabras que alivian.

Cuando las palabras sanan más que huesos rotos

Para graficarles esto, elegí una anécdota muy personal que pocos saben. Justo cuando me encontraba en un muy buen nivel deportivo, durante un partido con mi Club Olimpia, experimenté una de las peores lesiones que una basquetbolista puede atravesar: rotura de ligamentos cruzados y de menisco. Fue un sábado que me dio vuelta todo en segundos.

La recuperación fue dolorosa y larga: implicó una cirugía que me dejó 10 puntos, tornillos en la rodilla, incontables sesiones de fisioterapia y mucho dolor. Eso me sumió en una tristeza profunda. Pensé que nunca más volvería a jugar.

Aún así, luego de dos años de recuperación volví al club para jugar. Si bien iba mejorando, mi miedo a lesionarme de vuelta era enorme. De ser titular en cada partido e incluso seleccionada nacional, temía hasta de realizar el más básico de los movimientos en básquet: una bandeja. Me llegaban incluso comentarios desde las gradas de que estaba «irreconocible» como jugadora.

Mi entrenador se percató de mi lucha interna. Un día mientras estábamos en la práctica, me llamó aparte. Nos paramos los dos cerca del aro. Me miró y me dijo: «Naru, quiero que sepas que sos una jugadora determinante. De las que definen un partido. Confío en vos». Luego sonó su silbato y continuó dando instrucciones a mis compañeras.

«Gracias profe», respondí con un nudo en la garganta y me reincorporé a los ejercicios. Ningún discurso largo. Sin vueltas. Al punto y directo al corazón. Cuando pensé en abandonar el equipo por sentirme en un nivel insignificante, él me dijo que era «determinante», y que mi presencia en la cancha podría cambiar un resultado.

Cuando la mayoría me miraba con lástima al entrar a la cancha con mi enorme rodillera, con sobrepeso y desconfiada, él me veía con ojos de fe. Su frase cicatrizó algo más que unos tejidos y huesos en mí.

Algo increíble ocurrió en ese torneo: Jugué desde la banca de suplentes todos los partidos, pero con una actitud diferente. Siempre era el primer cambio que mi entrenador hacía. La final por el campeonato que disputamos ese año fue un enfrentamiento intenso que se definió en los últimos minutos. Era de esos momentos donde «la pelota quemaba» y había que ser valiente para pedirla, porque equivocarte podría costarle el trofeo a tu club y el esfuerzo de toda una temporada. Mi entrenador se dio cuenta de que yo venía de una racha de puntos de seguido y como el rival ya tenía faltas acumuladas, pidió a mis compañeras que me pasasen la pelota si tenían oportunidad. Y yo no me escondí de ella. Logré anotar los 8 últimos puntos para ganar. De ahí que el recordado periodista deportivo Gustavo Köhn me dio el sobrenombre de «La japonesita de las manos de seda».

¿Cómo fue posible que en el mismo año en el que exhibí mi peor rendimiento en la cancha me haya recuperado hasta el nivel de ser determinante en el partido más difícil de todos? ¿Cómo fue que de estar muerta de miedo a acercarme a lanzar al aro en los entrenamientos pasé a tener la fortaleza mental y física para encestar no sólo frente a un estadio lleno sino además en un juego televisado? El poder de las palabras.

No sólo salimos campeonas, sino que extraordinariamente ese año en la entrega de trofeos hubo una categoría que nunca antes habían premiado entre los equipos, que era la de mejor sexta jugadora (es decir, la mejor suplente). Y tuve el honor de que me lo otorgaran. Fue uno de los años más aleccionadores de mi vida. Lo que ocurrió después y cómo me retiré de este amado deporte lo narro en el blog post «Cuelgo los championes».

Un poder sagrado

Si atravesaste un accidente, una enfermedad, comentarios hirientes o un episodio que te impactó al punto de hacerte dudar de tu valor, de tu talento y tu capacidad, ¿hubo alguien en tu vida que te sanó con sus palabras y que te recordó que tu presencia sí importa? ¿Hubo alguien que contrarrestó las críticas de que estás «irreconocible», de que sos «una sombra» de lo que eras antes? ¿Alguien te levantó cuando los demás sólo miraron curiosos o indiferentes cómo comías polvo al caerte al piso?

Recordemos lo que se siente y seamos nosotros mismos lectores de personas y usemos bien esa influencia sagrada de nuestras palabras. Hagamos el ejercicio diario de no soltarlas tan fácilmente y sin cuidado en nombre de «ser honestos», al punto de incendiar un bosque entero con lo que pensábamos que era una chispa nada más.

Porque somos mucho más que meros «respondedores de emails»; somos narradores de experiencias, tejedores de esperanza y, sobre todo, portadores del don de sanar a través de las palabras.

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3 cosas que un taller sobre plantas me enseñó sobre la vida


Las mujeres en mi familia siempre han sido expertas en plantas: mi abuela, mi mamá, mis tías… hasta que yo rompí la tradición 🤦🏻‍♀️ (siempre está la divergente, ¿cierto?) Resulté ser una analfabeta en botánica y jardinería. De hecho, ostento el récord Guinness familiar de la mayor cantidad de plantas secadas. Pero, este fin de semana me arrojó un rayo de esperanza.

Como ayer Naru iba a aprender sobre plantas empezó a llover, obviamente. Todo el escenario confabuló para cancelar, seguir durmiendo y aceptar mi destino poco promisorio. Aún así, junto a una amiga nos trasladamos hasta un vivero especializado en plantas raras, tropicales, suculentas y cactus, en las afueras de la ciudad. Asistimos a un taller organizado por Plants Alive! (especialistas desde 1975 en USA). Esta experiencia no sólo me ayudó a reconstruir mi demolida autoestima 😅 y me brindó orientaciones prácticas, sino que también me hizo ver con claridad tres lecciones de vida.

Es posible recuperarse de una difícil temporada

Al igual que las plantas, todos atravesamos periodos donde no recibimos los nutrientes y elementos esenciales de nuestro entorno. Algunos de maneras más bruscas y prolongadas que otros, lo que agrava la situación.

Nuestra raíz –oculta a la vista– muere un poquito cada día en silencio, hasta que se hace notorio ante todos: perdemos nuestro color, se nos caen las hojas y nuestra vitalidad se apaga.

En mi experiencia, cada vez que veía a una planta secarse me entristecía saber que llegaba su final. Sin embargo, con el taller aprendí que si aplicamos las medidas curativas correctas las plantas se pueden recuperar, porque su raíz es más fuerte de lo que creemos.

Aunque la superficie nos diga “Esto está muerto”, una planta puede ser increíblemente resiliente, y un ser humano sin dudar. Puede que la mejoría lleve unos días, semanas, meses o más, aún así es temporal, no el veredicto final. Esa vida sanará.

El lugar de origen da pistas sobre lo que nos hará bien

Estábamos en una rondita grupal dentro del espacioso vivero escuchando al instructor Jeff Kushner ilustrarnos sobre los principios de transplantar, sobre nutrientes, fertilizantes, fotosíntesis, ósmosis, etc., en compañía de participantes experimentados, cuando de pronto me miró y me preguntó sobre mi planta.

*Silencio seguido por leve pánico escénico*

Como absoluta principiante quise enterrarme de la vergüenza. Pero, alentada por mi amiga (genia en plantas) me asinceré y le confesé a Jeff que tenía una Snake Plant (conocida también como “lengua de suegra” 👅) y le pedí que me oriente en “Cómo no matar mi planta”. Jeff sonrió por mi expresión y, con sabiduría y aplomo por sus décadas de experiencia, me respondió: “Cuando quieres entender qué le hará mejor a una planta pregúntate sobre su origen. ¿De dónde es la Snake Plant? Es de hábitats tropicales, por ejemplo en Aruba crecen en la playa, a sol pleno”.

Obviamente estaba esperando una respuesta bien práctica como “Riégala tantos días al mes y no la expongas directo al sol”, pero no eso que me dijo. Inmediatamente pensé en cuando los seres humanos somos “transplantados” a nuevos entornos y nos quitan de «nuestra maceta», lejos de nuestra esencia y de la luz y los estímulos que necesitamos (como en mi caso que me mudé de país a principios de año).

Para recuperarnos cabe preguntarnos: “¿En qué tipo de ambiente florezco? ¿Y en cuáles me marchito? ¿Qué me nutre para estar saludable y fructífera?”. Nuestro lugar de origen es clave para entender lo que nos hace revivir.

¿Qué te hace sentir vivo/a? ¿Qué pistas hay en tu lugar de origen?

Es instinto, no matemáticas

Me he manejado con fórmulas, reglas y sistemas gran parte de mi vida. Al igual que una receta de comida donde sabés la medida exacta de ingredientes, pensé que con las plantas sería igual: regar “x” cantidad, un día y horario específicos, y ponerlo en un lugar preciso. Sin embargo, al tratarse de un ser vivo y dinámico no funciona exactamente así. No es un cuidado matemático y cabal, sino más bien instintivo, donde tomás decisiones basadas en señales y en observaciones.

Cuando buscás ayudar a una persona no lo hacés como algo mecánico, con un checklist genérico bajo la manga. Lo hacés prestando cuidadosa atención, entrando en contacto y tocando su tierra. Ningún ser humano es igual a otro, así como ninguna planta es repetida en serie como en una fábrica de ensamblaje. Estamos hablando de una creación original.

Como con una planta, no invadís; no la ahogás con agua, no la quitás abruptamente al sol; la respetás, a veces la dejás tranquila y en paz por semanas porque necesita espacio para recuperarse de los eventos traumáticos que ha atravesado; pero a la vez sabés cuándo acercarte, darle asistencia y delicado cariño.

En suma, sería ingenuo de mi parte pensar que llegaré algún día al nivel de sapiencia botánica de mi linaje familiar. De lo que sí estoy segura es que de ahora en más asumiré los siguientes compromisos: no me rendiré tan fácilmente porque sé que hay una raíz que puede resistir; crearé un microclima donde mis plantas y seres queridos se sientan “en casa”; y dejaré mis fórmulas artificiales de lado para abrir paso a una conexión mucho más empática y natural.

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El sosiego


Nos faltan preguntas más profundas… y tiempo para escuchar las respuestas.

Estamos bombardeados de estímulos. Demasiado accesibles y enchufados. Estamos apurados. De una tarea a la otra, de un emprendimiento a otro. Nuestra vida se ha vuelto intensa, rápida y lastimosamente poco reflexiva. 

Sin embargo, si queremos crecer, renovarnos y verificar si estamos yendo en la dirección correcta, necesitamos cultivar espacios de silencio, de perfecto sosiego, donde baje la intensidad y nos tranquilicemos. Un momento donde nos preguntemos en quién nos estamos convirtiendo. Un lapso donde nos conectemos con nuestros valores.

En 2016, gracias a la ADEC, tuve la oportunidad de participar de un programa de mentoría entre empresarios seniors y jóvenes llamado Consejeros. En una de nuestras reuniones mi mentor me preguntó: «¿Cómo desgranamos los hechos cotidianos? ¿Cómo analizamos lo que hay detrás realmente?». El primer pensamiento angustioso que me vino a la cabeza fue «¿En qué tiempo voy a analizar?» 😩

Pero la pregunta de mi mentor me siguió dando vueltas. La verdad es que en algún punto debemos empezar a rascar la superficie de los acontecimientos y llegar a una reflexión que requiera mucho más de nosotros. Un abordaje que cale más profundo. 

Podemos hablar de videos virales y de resultados deportivos de taquito, pero estamos dejando –o evadiendo– las preguntas importantes, esas que son más invisibles, que no te gritan para llamar tu atención ni aparecen diariamente en una notificación de red social. Son las que aparecen en la calma, en el sosiego.

Me acuerdo de una pregunta en particular, hecha hace miles de años a Jesús: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante?». ¿Saben cuál fue su respuesta? «Amarás…». 

El inspirador Morrie Schwartz, dejó antes de su muerte por esclerosis lateral amiotrófica un compendio de aprendizajes que ya cambiaron la vida a millones de lectores. Su ex alumno en la universidad y amigo cercano, Mitch Albom, fue quien registró todas sus conversaciones a través del libro «Tuesdays with Morrie» [Martes con mi viejo profesor]. 

La «clase» era todos los martes. Comenzaba después del desayuno. Y la temática entre Morrie y Mitch era el sentido de la vida, la familia, el matrimonio, las emociones, la cultura, el mundo, el envejecer, el amor, el perdón, y el último adiós. De todas sus reflexiones, el sabio profesor decía que la forma en la que finalmente tenemos significado en la vida es amando a otros, dedicándonos a la comunidad que nos rodea, creando algo con propósito.

Sin amor somos pájaros con las alas rotas», decía Morrie.

Si el amor está ausente en nosotros, buscamos substitutos: acumular dinero, enterrarnos en trabajo, en entretenimiento, en lo material. Lo peor es que este tipo de añoranza no se va, sólo se incrementa con el tiempo. Sin alas, sin amor, vamos muriendo como país, como sociedad y como familia, cual pájaro malherido en el nido cuyo diseño original siempre fue volar. 

Quizá ese sosiego que necesitamos venga disfrazado de un tiempo para leer, para escribir, para observar la naturaleza, para descansar, o de caminar en solitario. Pero el objetivo es el mismo, como diría Morrie: «una vez que pongas los dedos en las preguntas realmente importantes, ya no puedes alejarte de ellas».

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Paciencia, es la primera vez


“Nadie hace algo perfecto la primera vez”, le dijo el abuelo Nishi a la niña Shizuku con respecto al cuento que ella había escrito. Como niña sin experiencia, su texto tenía errores. Quedaba todavía un arduo trabajo de edición para que sus palabras llegasen a su mejor versión, así que el anciano la alentó a no darse por vencida.

Recuerdo haber visto esa escena en “Susurros del corazón” [耳をすませば], una película japonesa producida por el Studio Ghibli, con guion del gran Hayao Miyazaki.

Como todo artista, Miyazaki deja huellas personales en sus creaciones. De hecho, un documental de NHK ha captado su proceso creativo al dibujar storyboards y dar vida a sus ideas. Hace trazos, borra, redibuja, pinta, escribe diálogos, los corrige, arruga los papeles y los tira al suelo; vuelva a empezar, borra, escribe de vuelta, coloca sus dibujos en la pared, los contempla, suspira, sale a pasear, retorna a su estudio, dibuja más, se arrepiente, borra, empieza de nuevo, encuentra la idea, la pule una y otra vez, escena por escena, hasta que termina con magia plasmada en un papel.

Muchos no se enteran de los entretelones, sólo de la obra maestra que llega a la gran pantalla.

La verdad es que la primera vez es difícil. Sea con una actividad o con el desarrollo de una idea. Nos adentramos a terreno desconocido. Oscilamos entre la inseguridad y la valentía. Cuando finalmente nos arriesgamos y ponemos «ahí afuera» el proyecto o ejecutamos el movimiento nos damos cuenta de que tiene fallas.

Lo peor es que muchas veces nos toca «fracasar en público». Nos tienta renunciar y escondernos. Tomamos las falencias temporales propias del amateur como una identidad permanente.

Lo que a mí me ayuda en mi proceso de aprendiz es el siguiente pensamiento:

«La primera vez que haga algo probablemente me saldrá mal. No debo descorazonarme. Me voy a equivocar y me van a criticar por eso. Aún así, debo regresar, porque es en la segunda, tercera y cuarta vez que la magia surge y la excelencia se abre paso».

La primera vez nos raspamos la rodilla, nos perdemos, titulamos mal, somos aburridos, copiamos a otros por inseguros, tocamos la tecla equivocada, somos lentos, tartamudeamos, erramos el tiro, y quemamos la comida.

Paciencia. Igual que Miyazaki, colguemos el storyboard en la pared y miremos qué podemos pulir. Seamos abiertos a los buenos consejeros. Escuchemos sobre nuestros puntos ciegos. Volvamos al lugar y al archivo del error, no para practicar una autopsia condenatoria, sino para tomar una decisión que devuelva la vida al proceso.

El raspón sanará, el error se corregirá, la experiencia nos fortalecerá, la comida tendrá sabor, nuestra creación se llenará de color. Pero para ver eso necesitamos regresar a lo que al inicio nos generó vergüenza y dolor. Porque es en la corrección y la edición donde se forja lo mejor. Ánimo, «nadie hace algo perfecto la primera vez”.

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Avanzar un nivel a la vez para ganar


Hay lecciones que los juegos nos pueden enseñar, que si las aplicamos nos van a potenciar. 

Para empezar: en la vida debemos trazarnos NIVELES o nos vamos a desmotivar. No se salta del paso 1 al 20 así nada más. Si nos ponemos una meta muy ambiciosa corremos el riesgo de fallar y sentir que nos golpeamos contra una barrera imposible de atravesar. Entonces definir niveles y avances constantes es lo ideal. 

La experiencia a veces puede abrumar. Tanto por aprender, resolver y descifrar, a un ritmo de shinkansen a 300 km/h (sin parar).

Sin embargo, no debo perder de vista que para ganar hay que ARRIESGAR, y eso implica que capaz no todo salga acorde al plan. Pero es allí donde aprendemos a desarrollar creatividad, soluciones diferentes y conocimientos que la pérdida nos ayudará a vislumbrar. Paciencia. No se crece en un mes lo que lleva un año desarrollar.

Subir de nivel no se da gratis, no es fruto del azar. Detrás hay luchadores esforzados, que fueron forjados en los días de rechazo.

Pero un día vendrá donde subiremos de nivel y el músculo estará fuerte para avanzar. Cuando eso ocurra nos debemos RECOMPENSAR, porque no sólo vale la medalla en el pecho sino todas las victorias previas que nos permitieron llegar. 

Tendremos logros bien públicos que las personas aplaudirán, pero no nos olvidemos que la matriz de eso estuvo en esos días que respiramos hondo y dijimos: «Voy a intentar, una vez más».

Por último, juguemos A GANAR. No dejemos que las distracciones del camino nos hagan perder de vista la meta real. Vencer nuestros miedos. Pelear contra el mal. Y saber que cada nivel es una oportunidad para servir a los demás.

Vamos por niveles, vamos celebrando los avances y enfocados hasta el final. 

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Ese peligroso sofá


¿Estás cansado/a? Todos necesitamos tiempo de respiro y quietud, donde escapemos de la constante demanda por producir resultados con fechas límites. Es sano que tras temporadas exigentes necesitemos parar.

Pero nos empezamos a deslizar en un terreno peligroso cuando transcurrido un buen tiempo recurrimos una y otra vez “al sofá”; cuando nuestra mente busca más la comodidad que la aventura; cuando queremos reducir al mínimo los desafíos para desparramarnos entre almohadones de seguridad y confort. 

Lo más dañino a veces no termina siendo lo que hacemos desde ese sofá, sino lo que dejamos de hacer. John Ortberg, en su libro “Cuando el juego termina todo regresa a la caja”, tiene las palabras exactas para describirlo:

Se trata de lo que uno no hace, las relaciones que nunca se profundizan, las personas necesitadas a las que nunca servimos… nunca llegamos a verlas siquiera. Son las oraciones maravillosas que nunca elevamos, los pensamientos nobles que nunca pensamos, las aventuras que nunca emprendimos. Son las carreras que nunca corremos y las batallas que nunca peleamos, las risas que no reímos y las lágrimas que no derramamos. 

Ese sofá puede matar nuestro potencial. Todo cambio implica acción y mucha movilidad.  Es fácil esperar que las cosas se hagan y solucionen por nosotros, cuando en realidad se podrían realizar por medio de nosotros. No estamos llamados a vegetar y aceptar pasivamente “el destino”. Tenemos agencia para generar pequeñas y grandes revoluciones en nuestros hogares, empresas, organizaciones y espacios de liderazgo.  

En mi descanso de vacaciones volví a ver la trilogía de “El Hobbit”, cuya historia parte de los libros del fantástico J.R.R. Tolkien. En esta historia se describe la vida aparentemente perfecta de Bilbo Bolsón. Allí estaba él, en su hogar [el agujero-hobbit], cómodo, próspero y tranquilo, rodeado de prados en la Comarca. Con su té y sus panes, su chimenea, su rutina inalterable y “su sofá”. Hasta que llega el mago Gandalf con una misión que daría vuelta su mundo: acompañar a un grupo de enanos e ir en busca del tesoro custodiado por el temible dragón Smaug en la Montaña Solitaria.

El argumento de Gandalf para convencer a Bilbo es impresionante: “En esta vecindad los héroes son escasos, o al menos no se los encuentra. Las espadas están aquí casi todas embotadas, las hachas se utilizan para cortar árboles y los escudos como cunas o cubrefuentes; y para comodidad de todos, los dragones están muy lejos”.  

Eso despierta algo en Bilbo (su potencial dormido), y se embarca al desafío que transformaría su historia (y el de la Tierra Media).

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¿Qué se deja de hacer cuando nos recostamos en el sofá? ¿Qué se apaga? ¿Qué se entierra? ¿Qué se deja de decir? ¿Qué se pierde? Descansemos si nos encontramos agotados, pero una vez que recobremos fuerzas saltemos de ese sofá para ser activos protagonistas donde más se nos necesite.