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Ese peligroso sofá


¿Estás cansado/a? Todos necesitamos tiempo de respiro y quietud, donde escapemos de la constante demanda por producir resultados con fechas límites. Es sano que tras temporadas exigentes necesitemos parar.

Pero nos empezamos a deslizar en un terreno peligroso cuando transcurrido un buen tiempo recurrimos una y otra vez “al sofá”; cuando nuestra mente busca más la comodidad que la aventura; cuando queremos reducir al mínimo los desafíos para desparramarnos entre almohadones de seguridad y confort. 

Lo más dañino a veces no termina siendo lo que hacemos desde ese sofá, sino lo que dejamos de hacer. John Ortberg, en su libro “Cuando el juego termina todo regresa a la caja”, tiene las palabras exactas para describirlo:

Se trata de lo que uno no hace, las relaciones que nunca se profundizan, las personas necesitadas a las que nunca servimos… nunca llegamos a verlas siquiera. Son las oraciones maravillosas que nunca elevamos, los pensamientos nobles que nunca pensamos, las aventuras que nunca emprendimos. Son las carreras que nunca corremos y las batallas que nunca peleamos, las risas que no reímos y las lágrimas que no derramamos. 

Ese sofá puede matar nuestro potencial. Todo cambio implica acción y mucha movilidad.  Es fácil esperar que las cosas se hagan y solucionen por nosotros, cuando en realidad se podrían realizar por medio de nosotros. No estamos llamados a vegetar y aceptar pasivamente “el destino”. Tenemos agencia para generar pequeñas y grandes revoluciones en nuestros hogares, empresas, organizaciones y espacios de liderazgo.  

En mi descanso de vacaciones volví a ver la trilogía de “El Hobbit”, cuya historia parte de los libros del fantástico J.R.R. Tolkien. En esta historia se describe la vida aparentemente perfecta de Bilbo Bolsón. Allí estaba él, en su hogar [el agujero-hobbit], cómodo, próspero y tranquilo, rodeado de prados en la Comarca. Con su té y sus panes, su chimenea, su rutina inalterable y “su sofá”. Hasta que llega el mago Gandalf con una misión que daría vuelta su mundo: acompañar a un grupo de enanos e ir en busca del tesoro custodiado por el temible dragón Smaug en la Montaña Solitaria.

El argumento de Gandalf para convencer a Bilbo es impresionante: “En esta vecindad los héroes son escasos, o al menos no se los encuentra. Las espadas están aquí casi todas embotadas, las hachas se utilizan para cortar árboles y los escudos como cunas o cubrefuentes; y para comodidad de todos, los dragones están muy lejos”.  

Eso despierta algo en Bilbo (su potencial dormido), y se embarca al desafío que transformaría su historia (y el de la Tierra Media).

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¿Qué se deja de hacer cuando nos recostamos en el sofá? ¿Qué se apaga? ¿Qué se entierra? ¿Qué se deja de decir? ¿Qué se pierde? Descansemos si nos encontramos agotados, pero una vez que recobremos fuerzas saltemos de ese sofá para ser activos protagonistas donde más se nos necesite. 

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El mundo es demasiado grande


Una de las escenas de la película “El hombre de acero” nos muestra a un Clark Kent de niño en un aula de clases. Su maestra está impartiendo una lección. Clark todavía no es conocido como Superman pero ya empieza a desarrollar sus poderes peculiares. 

De repente él se siente abrumado: escucha todo con mayor intensidad y nitidez, desde el contacto de la tiza en la pizarra, las voces de sus compañeros y compañeras, el golpeteo de lápices hasta las manecillas del reloj. Su maestra se percata que él da signos de estar asustado por lo que se aproxima y le pregunta “¿Estás bien, Clark?”. En ese momento él se da cuenta que tiene la visión de rayos X y puede ver los órganos y huesos de ella. Esto lo atemoriza en gran manera y sale corriendo del salón hacia el pasillo, tapándose los oídos en desesperación, como queriendo silenciar todo lo que está experimentando. 

Clark se mete a una pieza donde guardan los productos de limpieza y llavea la puerta. Su maestra y todos los estudiantes de su clase salen detrás de él -algunos por preocupación y otros por curiosidad-. La docente golpea la puerta e intenta disuadirlo para que salga, gira el picaporte constantemente y le dice “Llamé a tu mamá”, a lo que un enojado y agobiado Clark responde calentando el picaporte con su visión calorífica para que ella no vuelva a tocarlo. 

En eso llega corriendo Martha Kent (su mamá adoptiva y quien conoce el secreto de que Clark en realidad es Kal-El del planeta Krypton). “Estoy aquí. Clark, es mamá. ¿Abrirías la puerta?”. Clark ve a través de las paredes y escucha con perfección los susurros despectivos de los demás niños hacia él. Está sentado, llorando, con las manos todavía puestas sobre sus orejas. “Cariño, ¿cómo puedo ayudarte si no me dejas entrar?”, le dice Martha con una voz que sólo las madres poseen en un momento crítico. Clark reacciona diciéndole: “El mundo es demasiado grande, mamá”. Martha se arrodilla frente a la puerta y le susurra del otro lado: “Entonces hazlo más pequeño”.    

Es en ese diálogo de una historia ficticia que encontramos una profunda verdad sobre el liderazgo personal y empresarial: necesitamos hacer nuestro mundo más pequeño. Debemos editarlo, de lo contrario vamos a abrumarnos, a desgastarnos y terminar inefectivos en nuestros esfuerzos.  

Existen un sinfín de causas y de problemas en los que podríamos involucrarnos. Hay una larga fila de personas que demandan nuestro tiempo. El catálogo de libros, de capacitaciones, la cantidad de invitaciones, emails y notificaciones no para. ¿En qué y en quiénes nos enfocaremos? ¿Cuáles serán las batallas que elegiremos pelear? Si no reflexionamos en esto dispersaremos nuestra fuerza a todas las direcciones. 

Que nuestro mundo sea más pequeño no significa que convirtamos al resto en menos importante. Pero entendemos la diferencia entre estar ocupados y estar enfocados. 

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Los virtuosos


Una razón más por la que creo en Dios y me río del Big Bang. Al observar a esa gente que domina tan naturalmente un arte o una técnica, no puedo más que maravillarme. Sólo pienso «Nació para esto». Son dueños de un don|talento que la práctica no consigue ni el dinero compra. Es un regalo de nacimiento, uno que viene en la sangre.

Cuánta belleza y destreza se encuentran repartidas en el mundo. Cuánto virtuosismo. Hay quienes pasan años tratando de desarrollar una habilidad, otros en cuestión de segundos la dominan con una facilidad a-d-m-i-r-a-b-l-e. Son los virtuosos. Los que te motivan a aplaudir al Cielo.

Lastimosamente, varios de ellos se quedaron a mitad de camino y no alcanzaron su pleno potencial porque despreciaron la disciplina. Se creyeron sabelotodo, rehusaron «la partitura» y empezaron a mirar a los demás como inferiores.

Pero qué gran bendición sería que se fusionen el virtuosismo con la disciplina, la inspiración con la transpiración. Y, sobre todo, que ese talento sea usado para el bien.

Mozart y sus "garabatos"

 Escribiendo este post, pensé bastante en David Garret, un joven violinista de procedencia alemana, que me dejó impresionadísima. Tuve la oportunidad de ver por DVD su concierto. Casi me levanté de mi sofá a ovacionar.

Es que no puedo permanecer indiferente ante la belleza que Dios creó, eso me infunde un deleite hasta espiritual. Me fascina ver al que nació para pintar, para hablar, escribir, actuar, bailar, cantar, tallar, dibujar, enseñar y crear con gran dominio y naturalidad. Veo un rasgo de Dios en cada uno de ellos y me da piel de gallina de la emoción.

Ni amebas ni explosión. Ni azar ni evolución de monos. Los virtuosos me hacen amar aún más a ese Alguien que nos pensó con intencionalidad… y a cuya imagen y semejanza estamos hechos.

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Ideas barnizadas


Sí, ideas barnizadas. Cuando pensamos que ya lo sabemos todo y no dejamos que una nueva idea nos traspase [somos resistentes a ella]. Nos preservamos tanto de la «atmósfera» circundante, que terminamos haciendo del orgullo un barniz que, después de seco, adquiere tanta dureza que ya nada lo puede traspasar.

Recibimos consejos pero hasta que no nos tropezamos múltiples veces con la misma piedra, parece que no aprendemos. Nos señalan un error, pero insistimos en nuestra conducta. «¿Ceder? No, gracias», decimos. Nos autoconvencemos de que todos están equivocados o exagerando. Aunque nos tiren un balde de agua fría para que nos despertemos, estamos barnizados. Nada traspasa.

Comparto con ustedes un principio revelador que vi en la película «Soul Surfer», historia verídica sobre la vida de Bethany Hamilton [surfista talentosa que perdió un brazo por el ataque de un tiburón], y es que:

Cuando atravesamos un conflicto a veces estamos «demasiado cerca» y con un zoom que no nos permite ver el cuadro en general.

Sin embargo, otros sí poseen esa perspectiva. Es allí cuando conviene escucharles y dejar de lado la brocha con barniz.

Hay que aprender a diferenciar cuándo ser pertinaces, intransigentes e irreducibles en nuestras posturas, y cuándo no. Es gracias a las personas sabias que nos rodean que logramos ver más allá de lo microscópico. Quien realmente procura tu bien no te adula, sino te resguarda de un perjuicio. No quiere ganar un concurso de popularidad contigo, quiere protegerte.

¿Duele que te digan la verdad? DUELE MUCHO. Pero una herida no se sana sin que alguien meta agua oxigenada y te limpie primero. En ese sentido, a veces me pregunto, ¿cuál posición es la más difícil? ¿Confrontar con la verdad o escuchar que te confronten con ella? Ambas aristas tienen sus incomodidades, pero el escuchar y tomar la copa amarga es lejos lo más difícil.

«Desbarnizarnos» depende de cada uno. No vendrá por obligación o por la fuerza. Es un renunciamiento voluntario a la terquedad, un ablandamiento del corazón, un chau a las excusas y una bienvenida a esa virtud poco practicada: el admitir que otros tienen la razón.

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Situaciones límites


Quinto curso de la secundaria, clase densa de filosofía y dos palabras que no se borrarán de mi mente: «Situaciones límites».

Acorde a mi profesor, las situaciones límites [como una enfermedad terminal, un accidente grave, la muerte de un ser querido, una catástrofe, etc.] llevan a la persona a un profundo análisis de su vida, a un replanteamiento de sus prioridades y de sus relaciones, a un sinfin de preguntas existenciales.

Fui a ver la película nominada al Oscar 127 horas. Obviando detalles, la historia es dramática: una feroz roca deja atrapada la mano del montañista Aron Ralston y lo obliga a pasar 5 días en medio de un cañón solitario en Utah [con poquísima agua en su cantimplora]. Pasaban los minutos y la frase seguía siendo la misma en mi mente: «SITUACIÓN LÍMITE. SITUACIÓN LÍMITE». Realmente fue predecible la trama, aunque bastante interesante. Teniendo a la muerte respirándole la nuca y a una pequeña grabadora como única testigo de sus potenciales últimas horas, Aron decide auto-grabarse y dejar un mensaje.

¿A QUIÉN?

A personas. Amadas. Anheladas.

Esa fue su situación límite. Esa fue su reorganización de prioridades. Ese fue su despertador extremo. La verdad que no todos necesitamos pasar por algo dramático para mirar con otros ojos la vida. Algunos ya somos conscientes de que cada día es un regalo. Pero en algún momento eso se tuvo que haber incubado.

No puedo evitar pensar en ¿qué grabaríamos nosotros? Sospecho que la respuesta a esa interrogante nos dará la pista para vivir de ahora en más con un fuerte propósito.

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El celular al agua


Accedí al guión de «The Devil Wears Prada» [El diablo viste a la moda], una de las películas más taquilleras del 2006 y que le valió la nominación al Oscar™ a la genia de Meryl Streep. Sin ánimos de hacer un resumen largo, sólo diré que trata de la historia de Andy, una aspirante a periodista que termina como asistente de la fría y exigente Miranda Priestly, editora de la revista de moda Runway.

Andy está en el puesto «por el cual un millón de chicas matarían». Pero más tarde, al entrar en el frenesí laboral, se da cuenta de que va perdiendo poco a poco todo lo que más vale en la vida. Y quiero transcribir aquí un intercambio de opiniones que tienen Andy y Miranda en una limosina mientras están en la semana de la moda en París.

Miranda: «Mientras más poderosa te conviertas, mayor será el juicio y el escrutinio hacia tu persona. Te perderás de cosas como vacaciones, atardeceres y momentos con tu familia. Algunas personas en tu vida nunca aceptarán tus prioridades. No todos pueden entender esa presión, Andy. Pero ahora sabes que puedes».

Andy le mira a su jefa atónita por lo que está escuchando.

Miranda contnúa: «Entonces ahora tú sabes que puedes tener mi vida. Puedes hacer lo que hago. Porque puedes sacrificar las cosas que necesitan ser sacrificadas».

Andy: «Pero ¿qué pasa si no puedo hacerlo? Es decir, ¿qué pasa si eso no es lo que quiero?

Miranda le sonríe y responde: «No seas tonta, Andy. Por supuesto que eso es lo que quieres. Todos quieren ser como yo».

Allí se interrumpe el diálogo y Miranda baja de la limosina -esperando que Andy también descienda- para enfrentar a un montón de paparazzis afuera. Pero aquí la historia da un giro interesante. Miranda pisa la alfombra roja, los flashes no cesan, y en eso se percata de que Andy ya no está detrás de ella. La cámara enfoca a la aprendiz alejándose del gentío y dirigiéndose hacia una fuente de agua. En eso suena su celular. El nombre MIRANDA aparece en la pantalla. Entonces Andy toma una decisión drástica: tira su celular a la fuente de agua y se va.

Hasta ahí quisiera llegar con la descripción. Qué aprendizaje profundo el del diálogo en la limosina. Por un lado vemos a una ejecutiva exitosa y admirada en el mundo de la moda, cuya vida personal como esposa y madre se cae a pedazos. Por el otro lado, vemos a la aprendiz que casi imita la vida de su jefa, que atiende su celular las 24 horas para temas laborales, que interrumpe una cena familiar para ocuparse de reclamos de su jefa, que pierde a su novio y se aleja de sus amigos, que ya es casi inaccesible, que empieza a destacarse en lo laboral a costas de sus relaciones interpersonales más importantes.

Realmente no hay mucho por analizar, esos diálogos son bastante elocuentes por sí mismos. Sólo me gustaría agregar que esto no significa que renunciemos a nuestras responsabilidades, sólo que tomemos decisiones simbólicas como las de Andy y «tirar el celular al agua». Aunque suene paradójico, tenemos que desconectarnos para conectarnos.

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Pretty woman?


¿Quién no recuerda la película «Pretty Woman«?  Es la que puso en el mapa de Hollywood a Julia Roberts y posicionó como galán a Richard Gere. Bueno, de eso se acuerda la mayoría. Pero yo quiero mirar un poquito más allá de lo evidente y leer entrelíneas.

El 1 de enero tuve la oportunidad de verla nuevamente, pero esta vez en formato VHS, gracias a una amiga que desempolvó literalmente los 200 videos que tenía en algún recoveco de su casa.

Si bien hay varios diálogos que te causan risa [incluyendo la extraña moda de los ’90], personalmente la película me deja este «dramático» mensaje:

A veces lo que vemos de una persona es tan solamente una fachada, sólo la portada, un paramento exterior, en ocasiones engañoso.

La trama es sobre una prostituta que conoce al amor de su vida y es vista por primera vez como la mujer que es y no como objeto de sexo por dinero. Los prejuicios, de a poco, van cayendo. Algunos dirán «Él se enamoró de ella cuando cambió sus botas de callejera por unos zapatos finos», «Obvio que la miró con otros ojos cuando ella cambió su vestido revelador por uno elegante y modesto; o su peinado a lo Madonna por el de una dama de sociedad». Pero en realidad, si prestan mucha atención, se darán cuenta de que la parte donde él la miró sostenidamente y fascinado fue cuando ella estaba en una larga bata de baño, con cara lavada, acostada sobre la alfombra, tomando helado, viendo una película clásica y lanzando risotadas espontáneas [como sólo Julia Roberts lo podría hacer]. Es decir, ahí se dio cuenta de que no se trataba sólo de una pretty woman a nivel físico, sino de una pretty woman del corazón. La vio transparente, vio más allá de su trabajo y dejó a un lado su opinión desfavorable previa-a-conocerla-de-verdad. La vio. Y se enamoró.

Si bien considero que en la película hay antivalores también, me quedo con esa enseñanza: hay mucho más allá de la fachada. Eso me lo mostró también la segunda película en VHS que vi, «Sister Act». Allí las monjas  se escandalizan cuando varios jóvenes con tatuajes, piercings y tachas empiezan a atravesar las puertas de la iglesia para escuchar un coro bastante moderno y afinado [encabezado por la Sister Mary Clarence, interpretado por Whoopi Goldberg]; jóvenes que luego las ayudarían en la recaudación de fondos para que el convento sobreviva. En fin… podrían catalogar a este post de ingenuo, ya que se basa en películas. Pero déjenme decirles que la realidad supera ampliamente a la ficción.

Detrás de toda esa maraña de comentarios dañinos de pasillo, de prejuicios y de desconfianza, podrías encontrarte con una bella persona. Seguramente le falta un diente y seguramente es imperfecta. Pero ¿no lo somos todos? ¿Y no merecemos todos una oportunidad?

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El Alzheimer y lo irreversible


El otro día vi la película Decisiones extremas, protagonizada por Brendan Fraser, Harrison Ford y Keri Russell. Es un drama basado en una historia real (de mis preferidos),  que narra el calvario de un padre y una madre en busca de una cura a la enfermedad de Pompe, que sufren sus dos hijos menores. Se trata de una enfermedad incurable y que permite vivir máximo hasta los 9 años, no sin antes dejar totalmente paralítico a quien la padece.

El padre, un ejecutivo exitoso a punto de llegar a la cúspide del organigrama en su empresa, abandona su carrera profesional y se aboca a la única esperanza que ve para sanar a sus pequeños: un estudio vanguardista donde un científico asegura haber descubierto las enzimas que permitirán la cura a los enfermos de Pompe.

Parece fácil la solución, pero aparte del carácter tosco y casi intratable del científico el otro impedimento que se presenta es que el precio de fabricación para bajar «la teoría a la realidad» cuesta 10 millones de dólares. Allí la película plantea la encrucijada: ¿podrán los padres juntar  (en una carrera contra el tiempo) los fondos que se requieren, convencer al científico y lograr así dar esperanza a sus hijos, sabiendo que el fracaso representa nada más y nada menos que la muerte de ellos? Les dejo con la duda. Vean la película.

Mi planteamiento es: ¿con qué actitud enfrentar lo inevitable? ¿Cómo aceptar lo que científicamente ya te confirmaron que ocurrirá?, ¿cómo bajar la cabeza frente a un pronóstico tan desalentador? ¿Cómo se combate la impotencia de ver a tu ser querido sufrir frente a tus ojos? ¿Cuál es la reacción? ¿Luchar hasta lo último, sin tregua? ¿Resignarse, bajar los brazos para abrazar hasta que llegue el último suspiro? ¿Qué se hace? ¿Hay algo escrito al respecto? ¿Alguien te da una cátedra sobre cómo aceptar «sabiamente» enfermedades terminales en tus familiares?

Si hay una palabra que describe el proceso es… DIFÍCIL. Y nadie lo entiende hasta que pasa por lo mismo. «Fuerza», te dicen. Y, es con buena intención, pero no alcanza. Porque lo único que puede quitarte la tristeza es esa medicina milagrosa. Pero no existe. Porque «lo que tiene su pariente es irreversible», te dice el médico.

Hace unos años tuve la oportunidad de viajar becada a Bariloche para un curso de periodismo científico. Una de las tareas asignadas fue redactar una nota sobre algún emprendimiento/descubrimiento en el área de la ciencia que pudiese repercutir para bien en la sociedad. Rodeada de prestigiosos periodistas con amplia trayectoria, ahí estaba yo, la más joven del grupo (por ende la menos ducha en el tema), mordiendo mi lápiz y «carburando a leña» para escribir sobre algo relevante.

No se me ocurría nada. Así que me acerqué a uno de los tutores del curso y le pregunté sobre qué podía escribir. Me citó una serie de cosas interesantes, pero una en especial se llevó toda mi atención y fue como un chasquido de dedos: un grupo de científicos estaba trabajando en la cura para el Alzheimer y aparentemente habían logrado avances. Para los que no lo sepan, el Alzheimer, más conocido como demencia senil, se caracteriza por la pérdida de la memoria y  el deterioro cognitivo. En otras palabras, las neuronas se mueren y distintas zonas del cerebro se atrofian. Desde el diagnóstico, te estiman 10 años de vida. Y aunque hay fármacos que ayudan a paliar los efectos, tarde o temprano, sólo retrasan lo inevitable: llegará un día donde tu familiar ya no te reconocerá (eso es muy duro), ya no hablará e incluso ya no podrá levantarse de la cama.

Así que, casi sin poder contener la felicidad le dije al tutor «Tanto que se dijo que el Alzheimer era incurable, ahora ya no lo es y sobre eso voy a escribir». Él me interrumpió, pinchando el globo de mi ingenuidad, y me dijo «Esperá, no, nooo. La cura no existe, sólo avances en investigaciones. Sigue siendo una enfermedad que…». Y no escuché lo que terminó por decirme, sólo vi que sus labios se movían. Me quedé pensando en la frase detonadora de tristeza: «La cura no existe».

¿Por qué estaba tan motivada a escribir sobre el Alzheimer y su cura? Porque desde hace 7 años, al igual que esa familia de la película, vivimos un calvario con el deterioro de la salud de mi abuela, quien ha sido transformada prácticamente en otra persona por padecer este mal.

Odio esa enfermedad con todo mi ser. Y lo peor es que cada diagnóstico apuntaba a lo mismo: esto pasará de aquí a un tiempo, luego esto, luego lo otro y finalmente…

Y fue así. Nada milagroso detuvo los síntomas. Hemos sido testigos de cosas indescriptibles, que cualquier corazón a veces no soportaría sentir ni ojos, presenciar. Como su nieta, me siento tan impotente. Pero, con mi familia rescatamos varios aprendizajes en este proceso:

  • Aprendimos a que mucha gente enterró a mi abuela en vida. Lo cual es injusto. Ella está viva.
  • Aprendimos que donde termina el esfuerzo humano, empieza el poder de Dios. Y hemos visto su intervención en cada detalle.
  • Aprendimos a que es mejor dar, que recibir.
  • Aprendimos que hay doctores y enfermeros maravillosos, que cumplen su vocación y cuyos pacientes tienen nombre, apellido y una historia, y que no son tan sólo un número en una planilla de ronda de visitas.
  • Aprendimos que cuando estamos desgastados por todo el peso, la responsabilidad y el desánimo… Dios te da fuerzas hasta diría sobrenaturales.
  • Aprendimos que los hijos deben honrar a sus padres hasta su último día.
  • Aprendimos que aunque tu ser querido no te reconozca, no por ello pierde su identidad. Ahí es cuando hay que amarle más que nunca, porque será cuando más lo necesite.
  • Aprendimos a llorar en familia, a pasar Navidad y Año Nuevo en un sanatorio, y llegada las 12 sostener la mano de la abuela con el deseo de transmitirle: estamos aquí y no nos vamos a ningún lado.
  • Aprendimos a jamás escatimar dinero por el bienestar de tu ser querido (aunque nadie te lo devuelva después y estés en crisis económica)
  • Aprendimos a estar presentes en toda ocasión, no sólo cuando hay interés de «herencia» de por medio.
  • Aprendimos a amar como Jesús lo haría, incondicionalmente.
  • Aprendimos a dar besos y abrazos, sin respuesta.

Finalmente, aprendimos a aceptar lo irreversible y lo incurable, pero con la actitud de desgastarte por tu familiar hasta que llegue el día en que tengas que verlo/verla partir. Nosotros, continuaremos dándole lo mejor a la abuela. La rodearemos de amor y atención, esperando que esta frase no se cumpla en nosotros: «Las lágrimas más amargas en un funeral son por las cosas que no se dijeron ni se hicieron… en vida».