El otro día vi la película Decisiones extremas, protagonizada por Brendan Fraser, Harrison Ford y Keri Russell. Es un drama basado en una historia real (de mis preferidos), que narra el calvario de un padre y una madre en busca de una cura a la enfermedad de Pompe, que sufren sus dos hijos menores. Se trata de una enfermedad incurable y que permite vivir máximo hasta los 9 años, no sin antes dejar totalmente paralítico a quien la padece.
El padre, un ejecutivo exitoso a punto de llegar a la cúspide del organigrama en su empresa, abandona su carrera profesional y se aboca a la única esperanza que ve para sanar a sus pequeños: un estudio vanguardista donde un científico asegura haber descubierto las enzimas que permitirán la cura a los enfermos de Pompe.
Parece fácil la solución, pero aparte del carácter tosco y casi intratable del científico el otro impedimento que se presenta es que el precio de fabricación para bajar «la teoría a la realidad» cuesta 10 millones de dólares. Allí la película plantea la encrucijada: ¿podrán los padres juntar (en una carrera contra el tiempo) los fondos que se requieren, convencer al científico y lograr así dar esperanza a sus hijos, sabiendo que el fracaso representa nada más y nada menos que la muerte de ellos? Les dejo con la duda. Vean la película.
Mi planteamiento es: ¿con qué actitud enfrentar lo inevitable? ¿Cómo aceptar lo que científicamente ya te confirmaron que ocurrirá?, ¿cómo bajar la cabeza frente a un pronóstico tan desalentador? ¿Cómo se combate la impotencia de ver a tu ser querido sufrir frente a tus ojos? ¿Cuál es la reacción? ¿Luchar hasta lo último, sin tregua? ¿Resignarse, bajar los brazos para abrazar hasta que llegue el último suspiro? ¿Qué se hace? ¿Hay algo escrito al respecto? ¿Alguien te da una cátedra sobre cómo aceptar «sabiamente» enfermedades terminales en tus familiares?
Si hay una palabra que describe el proceso es… DIFÍCIL. Y nadie lo entiende hasta que pasa por lo mismo. «Fuerza», te dicen. Y, es con buena intención, pero no alcanza. Porque lo único que puede quitarte la tristeza es esa medicina milagrosa. Pero no existe. Porque «lo que tiene su pariente es irreversible», te dice el médico.
Hace unos años tuve la oportunidad de viajar becada a Bariloche para un curso de periodismo científico. Una de las tareas asignadas fue redactar una nota sobre algún emprendimiento/descubrimiento en el área de la ciencia que pudiese repercutir para bien en la sociedad. Rodeada de prestigiosos periodistas con amplia trayectoria, ahí estaba yo, la más joven del grupo (por ende la menos ducha en el tema), mordiendo mi lápiz y «carburando a leña» para escribir sobre algo relevante.
No se me ocurría nada. Así que me acerqué a uno de los tutores del curso y le pregunté sobre qué podía escribir. Me citó una serie de cosas interesantes, pero una en especial se llevó toda mi atención y fue como un chasquido de dedos: un grupo de científicos estaba trabajando en la cura para el Alzheimer y aparentemente habían logrado avances. Para los que no lo sepan, el Alzheimer, más conocido como demencia senil, se caracteriza por la pérdida de la memoria y el deterioro cognitivo. En otras palabras, las neuronas se mueren y distintas zonas del cerebro se atrofian. Desde el diagnóstico, te estiman 10 años de vida. Y aunque hay fármacos que ayudan a paliar los efectos, tarde o temprano, sólo retrasan lo inevitable: llegará un día donde tu familiar ya no te reconocerá (eso es muy duro), ya no hablará e incluso ya no podrá levantarse de la cama.
Así que, casi sin poder contener la felicidad le dije al tutor «Tanto que se dijo que el Alzheimer era incurable, ahora ya no lo es y sobre eso voy a escribir». Él me interrumpió, pinchando el globo de mi ingenuidad, y me dijo «Esperá, no, nooo. La cura no existe, sólo avances en investigaciones. Sigue siendo una enfermedad que…». Y no escuché lo que terminó por decirme, sólo vi que sus labios se movían. Me quedé pensando en la frase detonadora de tristeza: «La cura no existe».
¿Por qué estaba tan motivada a escribir sobre el Alzheimer y su cura? Porque desde hace 7 años, al igual que esa familia de la película, vivimos un calvario con el deterioro de la salud de mi abuela, quien ha sido transformada prácticamente en otra persona por padecer este mal.
Odio esa enfermedad con todo mi ser. Y lo peor es que cada diagnóstico apuntaba a lo mismo: esto pasará de aquí a un tiempo, luego esto, luego lo otro y finalmente…
Y fue así. Nada milagroso detuvo los síntomas. Hemos sido testigos de cosas indescriptibles, que cualquier corazón a veces no soportaría sentir ni ojos, presenciar. Como su nieta, me siento tan impotente. Pero, con mi familia rescatamos varios aprendizajes en este proceso:
- Aprendimos a que mucha gente enterró a mi abuela en vida. Lo cual es injusto. Ella está viva.
- Aprendimos que donde termina el esfuerzo humano, empieza el poder de Dios. Y hemos visto su intervención en cada detalle.
- Aprendimos a que es mejor dar, que recibir.
- Aprendimos que hay doctores y enfermeros maravillosos, que cumplen su vocación y cuyos pacientes tienen nombre, apellido y una historia, y que no son tan sólo un número en una planilla de ronda de visitas.
- Aprendimos que cuando estamos desgastados por todo el peso, la responsabilidad y el desánimo… Dios te da fuerzas hasta diría sobrenaturales.
- Aprendimos que los hijos deben honrar a sus padres hasta su último día.
- Aprendimos que aunque tu ser querido no te reconozca, no por ello pierde su identidad. Ahí es cuando hay que amarle más que nunca, porque será cuando más lo necesite.
- Aprendimos a llorar en familia, a pasar Navidad y Año Nuevo en un sanatorio, y llegada las 12 sostener la mano de la abuela con el deseo de transmitirle: estamos aquí y no nos vamos a ningún lado.
- Aprendimos a jamás escatimar dinero por el bienestar de tu ser querido (aunque nadie te lo devuelva después y estés en crisis económica)
- Aprendimos a estar presentes en toda ocasión, no sólo cuando hay interés de «herencia» de por medio.
- Aprendimos a amar como Jesús lo haría, incondicionalmente.
- Aprendimos a dar besos y abrazos, sin respuesta.
Finalmente, aprendimos a aceptar lo irreversible y lo incurable, pero con la actitud de desgastarte por tu familiar hasta que llegue el día en que tengas que verlo/verla partir. Nosotros, continuaremos dándole lo mejor a la abuela. La rodearemos de amor y atención, esperando que esta frase no se cumpla en nosotros: «Las lágrimas más amargas en un funeral son por las cosas que no se dijeron ni se hicieron… en vida».

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