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Una chispa


Un gran caballo va adonde queramos con tan sólo un freno en su boca. Un enorme barco cambia su rumbo cuando el capitán da un giro desde su timón. De igual manera las palabras que salen de nuestra lengua pueden dominar destinos. 

Si pensamos en proporciones, una brida es insignificante considerando la anatomía de un caballo. Un timón es diminuto al lado de la infraestructura de un barco. Y la lengua apenas es un miembro de 10 centímetros en el cuerpo humano. Todos de medidas ínfimas pero de GRAN INFLUENCIA.  

Las palabras que salen de nuestra lengua pesan. Podemos arruinar nuestra reputación y la de alguien más. Podemos movilizar con un discurso a millones de personas para el bien, o enfurecerlas. Podemos destrozar a alguien y ni siquiera estar en la misma habitación; o levantarle de su desánimo sin necesidad de tocarle. Todo eso usando nuestra lengua. 

Dice Santiago 3:5-6 que “… una sola chispa puede incendiar todo un bosque. Y la lengua es una llama de fuego”.

Somos poderosos. Muy poderosos. A veces podemos hacer más daño con la lengua que con cualquier otra parte de nuestro cuerpo. A un colega, a un hijo, a un padre o una madre, a un hermano, a un compatriota, a un prójimo, a miles.

Es irónico cómo el ser humano logró dominar prácticamente todo, menos su lengua. Nos cuesta tanto. Cientos de siglos atrás Santiago sabía esto, así que además de advertir sobre el poder de la lengua (amplificado en el siglo XXI por las redes sociales), dejó un consejo corto y contundente: “Sean rápido para escuchar y lentos para hablar”. Ahí está el antídoto. Esa es la forma de prevenir la catástrofe: 

Rápidos para escuchar… lentos para hablar.

Rápidos para escuchar… l e n t o s  p a r a  h a b l a r.

Rápidos para escuchar… l  e  n  t  o  s   p  a  r  a   h  a  b  l  a  r. 

El contexto que atravesamos (estrés, agotamiento acumulado y malestar) es el caldo de cultivo ideal no sólo para tirar una cerilla sino para quitar nuestro lanzallamas, pero seamos conscientes de las consecuencias en quienes nos escuchan y observan, directa e indirectamente. No podremos apagarlo después. Se extiende sin piedad y arrasa a gran velocidad todo lo que hay alrededor. 

Varias de las confusiones, polarizaciones y peleas que causamos en nuestras oficinas, hogares y plataformas de comunicación tienen su raíz en esto: subestimamos el poder de una pequeña chispa.  

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Espalda con espalda


Un principio mencionado a menudo es: “No vayas a la guerra sin estrategia”. Bueno, lo más cerca que estuve de “ir a la guerra” fue cuando mi hermano me invitó a jugar Airsoft, una actividad deportiva de simulación militar. 

Estando en medio de un caluroso bosque en Areguá, cubriendo la posición asignada por mi líder de misión, escondida detrás de un árbol con mi atuendo y réplica cargada, reflexioné en cómo se habrán sentido los soldados en situaciones reales.

Como el lugar era vasto estuve sola e incomunicada casi una hora, con algún que otro balín cruzado con líneas enemigas, hasta que llegó un compañero y se situó detrás de un tronco. Me miró para chequear si estaba bien, a lo que asentí, e inmediatamente me sentí mejor por su compañía. Luego llegaron otros, incluido el líder. Entonces recibimos la instrucción de que debíamos capturar un maletín ubicado en un pantano para ganar la mayoría de los puntos.  

A pesar de ser debutante en el juego, y de que el enemigo tenía flanqueada esa zona, me ofrecí a hacerlo. No fue una misión suicida, sino que la mayoría del equipo se posicionó detrás de mí y sólo ante la frase de “Tranquila, te cubrimos” fue que me adentré entre camalotes y lodo a quitar el maletín. En segundos que parecieron eternos, todos dispararon sus balines y el rival hizo lo suyo también. Lo que parecía imposible, se logró: la novata capturó el maletín. Ganamos. 

Esta experiencia me recordó a la estrategia que da Eclesiastés 4:12 ante situaciones de riesgo: “Alguien que está solo puede ser atacado y vencido, pero si son dos, se ponen de espalda con espalda y vencen”. 

Todos estos meses se sintieron como un campo de batalla. Cada día fue una resistencia ante embates sin tregua. Si no fue el COVID-19, fueron los cortes de luz o de agua, la sequía, la quiebra, el desempleo, el trabajo 24/7, el aislamiento, el luto, los problemas familiares o de salud mental,… y la lista puede continuar. Con todo, salimos osadamente cuerpo a tierra a recuperar el maletín por el equipo.  

Ese domingo en Areguá me enseñó esto: a la guerra no hay que ir solos, o seremos presa fácil. Necesitamos un pelotón confiable que cubra nuestras espaldas y que nos extienda una mano al caer. 

Necesitamos hablar. Solicitar refuerzo. No hay premio para el que lo contiene todo. ¿Qué mejor que un colega para comprender a otro colega? Esas son conexiones vitales para continuar. Alguna secuela sufrimos y sólo el vínculo con otros nos puede volver a levantar. 

Eclesiastés 4:9-10 sintetiza el mensaje: “Es mejor ser dos que uno, porque ambos pueden ayudarse mutuamente a lograr el éxito. Si uno cae, el otro puede darle la mano y ayudarle; pero el que cae y está solo, ese sí que está en problemas”. 

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Mientras esto termine


Planificamos el 2020 a lo grande, porque no lo vimos venir. No apareció en la matriz de riesgos de ninguna planificación estratégica. Cual ninja sigiloso, entró en nuestro país, en nuestras ciudades, empresas y hogares… hasta que mató planes, uno a uno. Y también vidas. El Covid-19 sigue dejando lecciones a su paso, entre ellas que nuestro futuro es incierto.

“No te jactes del mañana, ya que no sabes lo que el día traerá”, dice Proverbios 27:1. Cuánta sabiduría. Ahora que estamos en pandemia, continuamos diciendo: “Cuando esto termine…”. ¿Tenemos acaso el futuro asegurado? En vez de “cuando esto termine…”, probemos vivir bajo el “mientras esto termine…”. Es todo lo que tenemos. El hoy, 24 horas. Una vuelta de la tierra alrededor de su eje.

“Mañana”, respondemos de vuelta. Entonces empieza la postergación. En Santiago 4:13 encontramos otra exhortación hacia este tipo de mentalidad: “¿Cómo saben qué será de su vida el día de mañana? La vida de ustedes es como la neblina del amanecer: aparece un rato y luego se esfuma”. 

“Mañana me voy a cuidar”. “Mañana voy a llamar”. “Mañana voy a hacer”. Es bueno ser previsores, tratar de anticipar escenarios y planificar. Pero pretender que tenemos asegurado el futuro es ser necios. Alardear de logros venideros es ser jactanciosos. Y tarde o temprano la vida sabe darnos una lección de humildad (por no decir humillación).

Santiago remata su advertencia y dice: “Recuerden que es pecado saber lo que se debe hacer y luego no hacerlo”. ¿Pensamos que solo la acción ocasiona daños? No. La omisión también. La procrastinación, la demora, el aplazamiento, la tardanza, son todas decisiones a evitar. 

¿Cuántas veces dijimos “mañana lo hago” y pasaron 5, 10, y hasta 20 años? Así funciona la dilación: da la falsa sensación de que tu futuro está asegurado, cuando lo que verdaderamente hace es darle sepulcro a las oportunidades. Muchos de los escenarios que vemos hoy son el resultado de la postergación de años, de cientos de excusas apilonadas bajo la carpeta del “algún día”. 

Problemas externos hay, incluido un virus persistente. Sin embargo, la batalla más importante se pelea internamente. El éxito aterriza en los hogares y las empresas de aquellos que hacen hoy lo que otros están pensando hacer mañana. Son los que escogen como narrativa el “mientras esto termine” y abrazan la humildad, la tenacidad y el sentido de urgencia. 

Es hoy. El cuidado es hoy. No cuando las cosas empeoren. Hacer lo correcto y lo bueno es para este día, no para cuando la pandemia acabe. Aquello que podamos controlar, hagámoslo. Sin retrasos, sin excusas. Si necesitamos reconciliarnos con familiares, si necesitamos darle una vuelta de timón a nuestro emprendimiento, si nuestro cuerpo necesita ser mejor alimentado, si debemos tomar precauciones… entonces es este el día. El mañana no está garantizado. No nos jactemos. Somos niebla.

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Cuando las piezas encajan


Toda revolución parte de una pregunta.  

Consideremos el rompecabezas. Preguntar “¿Dónde encaja esta pieza?” o “¿Dónde está el resto que completa esta parte?”, nos empuja a buscar una resolución. Es así cómo se incuban las revoluciones personales y las de grandes escalas. Ya Julio Verne en su libro Viaje al centro de la tierra me lo enseñó cuando era adolescente

Una vez que el signo de pregunta ha surgido en el cerebro humano, debe encontrarse la respuesta, aunque tarde cien años. Mil años.

“¿Qué tiene Japón por revelarme?”, fue la pregunta que me hice en la primera parte de este relato, tras sentir que me faltaban respuestas sobre mi identidad como descendiente de japonés (nikkei), nacida en Paraguay. Esa parte de la historia ya la saben (si no, pueden leerla aquí). 

Ahora bien, ¿por qué era necesario el viaje? ¿Por qué no estudiar a Japón desde lejos? ¿Por qué no googlearlo? ¿Por qué debía pisar la tierra de mis ancestros? ¿Qué diferencia haría eso?

Hacer contacto

Observar desde la distancia o a través de una pantalla a veces nos lleva a equivocarnos, a hacer suposiciones, a tener miradas parciales, a forzar piezas en lugares que no corresponden o  simplemente a permanecer desconectados. 

Sabía que nunca entendería del todo mis raíces familiares y mi historia hasta hacer contacto con ellas. Hasta tocarlas, literalmente. En otras palabras, esto significaba llegar a Japón, olfatearlo, caminarlo, escucharlo, leerlo, degustarlo, observarlo, sentirlo… 

Un rompecabezas uno no lo arma mentalmente, sino que acerca las piezas para que se toquen, de modo a comprobar si encastran. Yo no conocí realmente al pueblo japonés hasta que hice contacto con ellos.     

Fue sólo estando allí que hablé su lenguaje, tan fascinante y difícil a la vez. Me regí por sus horarios estrictos y entendí por qué la impuntualidad les estresa tanto. 

Degusté sus deliciosas comidas. Vi la delicadez, belleza y orden en su presentación. Comí platillos finos en restaurantes renombrados hasta obento de los supermercados.  Me moví con su impecable y complejo transporte público, tan puntual, incluido su Shinkansen [tren bala] atravesando prefecturas a 320km/h de velocidad. 

Me divertí con su mundo mágico en Tokyo Disney Sea y sus innovadoras atracciones. Vi cómo se ríen los japoneses y lo eufóricos que pueden ponerse cuando algo les apasiona.

Me informé con sus noticieros y comprendí por qué la sección de meteorología es tan larga. Tomé otcha, sake y umeshu. Y no pude evitar gastar todas mis monedas en la máquina expendedora por una Calpis más. 

Me sorprendí por lo sobrecargado del diseño gráfico; por lo explícitos que son en los mangas y animés, y lo tímidos que pueden llegar a ser en persona. 

Ingresé a sus templos y santuarios antiguos. Vi escritos allí sus deseos. Los observé elevar una oración y quemar incienso. Me dormí y desperté en sus alojamientos. Caminé sus calles y recovecos con mi sombrilla transparente bajo la tenue lluvia de setiembre.  

Compartí con sus familias, sus trabajadores y sus gobernantes. Vi la jerarquía con la que se manejan y los códigos que imponen en las interacciones.  

Visité el Palacio Imperial y compartí con la familia del Emperador. Tuve reuniones con miembros del Gabinete del Ministro Shinzo Abe y con líderes del cuerpo diplomático. Aprendí que ni un detalle lo dejan al azar. Hasta quién sale en qué orden en la foto oficial. 

Experimenté su clima húmedo y hasta un tifón. Vi el gran despliegue de tecnología en el NEC Innovation World y en el Mori Building Digital Art Museum en Odaiba; donde el famoso teamLab Borderless se las ingenió para crear un paraíso artístico que despierta los sentidos como de verdad no me lo esperaba.   

Viví el contraste de caminar por el frenético cruce de Shibuya en Tokyo, y la paz de hacerlo por los frescos bosques antiguos de Hiraizumi en Iwate. 

Compré en sus konbini store de 24 horas y en sus súper-tiendas de varios pisos en los barrios más poblados de su capital. Vi la belleza de sus diversos paisajes; contemplé su fascinante arte; respeté sus protocolos y reglas.

Entré al metro en hora pico y sobreviví para contarlo. Vi campos de arroz, montañas y rascacielos. Conocí lo que es un onsen y el océano Pacífico desde el lado asiático.

Así también estuve en algunas de las zonas devastadas por el tsunami de 2011 y observé los vestigios de edificios y escuelas. Escuché relatos conmovedores sobre aquel día y la desesperación que provocó. Vi marcas en los cerros de hasta dónde llegó el agua. Contemplé las ofrendas florales y los homenajes que todavía yacen en los lugares afectados. Y me dolió. 

Tampoco pude quedarme indiferente cuando conversé con alguien en un café en la estación de Tokyo sobre cómo la depresión y la soledad es un gran problema en la población. 

Me llamó la atención ver personas trabajando en sus escritorios en los edificios a las 21:30. Recuerdo que casi pegué mi cachete a la ventana de la camioneta mientras volvía de Yokohama a Tokyo para ver esa escena. 

Trabajan hasta agotarse. Mis propios ojos vieron también a varios en tren a la noche exhaustos y durmiendo de pie o sentados. Una de las pasajeras incluso casi se desplomó sobre mí y tuve que sostenerla.  

“¿Todo eso en 15 días?”, se preguntarán. Hay más incluso. A veces la vida nos da la oportunidad de atravesar experiencias fugaces pero intensamente memorables. 

Hacer contacto… para conectarnos 

Ahora bien, la proximidad es vital pero hay una segunda fase fundamental: esforzarnos por hacer una conexión completa. Si bien cruzar fronteras geográficas puede ser parte del desafío, el proceso de completar nuestro rompecabezas personal también requiere, principalmente, que crucemos fronteras humanas. 

Estar físicamente en un lugar, próximo a una cultura, no significa que te conectarás a ella. Así fue que intenté meterme en la piel de un japonés y comprender las cosas desde su punto de vista. 

Si queremos conectarnos con personas diferentes a nosotros, debemos entrar en su territorio y entenderlos. Necesitamos descifrar los códigos que tocan su alma. Y esto no se da como resultado de una fórmula o de técnicas de comunicación, sino gracias a un interés genuino por escuchar y conocer sin prejuicios. Eso no significa dejar nuestras costumbres o nuestra autenticidad a un lado, sino vestirnos de respeto para ganarnos la confianza para que nos abran las fronteras humanas. Significa dejar el “Vos y el yo” con una línea de separación en el medio, y cambiarlo por el “Nosotros”, que nos acerca.

¿Saben cuál es mi teoría? Pese a las grandes diferencias en historia, idioma, comida, cultura, política, religión,… en nuestras partes más profundas estamos hechos de la misma esencia. Somos seres humanos en contacto con otros seres humanos. Siempre hay un lenguaje universal del corazón que nos permitirá conectarnos. Frederick Buechner escribió una vez:

La historia de cualquiera de nosotros es en alguna medida la historia de todos nosotros. 

¿Qué tenemos en común? Ese es el enigma que nos compete resolver. Además de la sangre, una vez que nos acercamos y generamos espacios de contacto varias piezas van encajando. 

Terminados los 10 días de programa de la beca por la que fui, me dirigí a la casa de mis parientes en Chiba, a 50 kilómetros de Tokyo. Allí compartí con mi familia por 5 días y fue tan aleccionador. 

Me pasó con mis primas mellizas japonesas, quienes no hablaban español ni inglés (mi japonés es muy básico todavía), que no teníamos forma de comunicarnos si la tía no hacía de intérprete. Pero, gracias a Google Translator y a mi curiosidad por conocer más sobre ellas, pude establecer puntos de contacto. Lo que empezó con una cena con diálogos muy breves y básicos en un restaurante, terminó con té y dulces japoneses en la sala de la casa de mis tíos hasta tarde en la noche, con historias sobre escalar el Monte Fuji, sobre el kimono, sobre nuestra pasión por los museos y la papelería corporativa, intercambio de regalos, entre otras anécdotas. ¡Y me reí muchísimo! Sin embargo, si hubiese tenido la actitud de “No hablo japonés y no creo que tengamos algo en común”, me hubiese perdido de una conexión fascinante.

Al conocer por primera vez a una de las mellizas nos hicimos reverencias mutuamente, pero 12 horas después me estaba despidiendo de ella con un abrazo (que no es tan usual en Japón) y acortamos la distancia. Una imagen inolvidable para mí fue cuando ella estuvo parada en la puerta de entrada a las 6:30 AM de un domingo diciéndome “chau” con sus manos, mientras diluviaba por culpa del tifón y yo me alejaba dentro del auto rumbo al aeropuerto de Narita para emprender el largo retorno a casa. Se quedó allí despidiéndose hasta que ya no estuve al alcance de su mirada. Increíble. ¿Qué hizo la diferencia? Con mucho respeto y cariño entré a su mundo.

Mi otra prima melliza me cumplió el sueño, junto con mi tía, de llevarme al Parque de Ueno de Tokyo para ver pandas. AMO LOS PANDAS desde que soy niña, así que se imaginarán mi nivel de expectativa. Ellas estuvieron 2 horas haciendo fila conmigo con sus paraguas (llovía incesantemente). Ese gesto fue como recibir 1000 abrazos juntos.

Mi tío, por su parte, me abrió las puertas de su casa para alojarme, me enseñó todo lo que nadie nunca me enseñó sobre mi ascendencia familiar. Elaboró un árbol genealógico de mi familia y me mostró un libro escrito sobre mi tío-abuelo que fue piloto kamikaze durante la Segunda Guerra Mundial.

Él me contó historias de la migración de mi familia y que hace 400 años tuvimos samurais en nuestra ascendencia, me contó sobre mi abuela Yuuki; compartimos varios almuerzos y cenas juntos, vimos la TV comiendo uvas; fuimos al supermercado a hacer compras (me compró mi postre preferido, el mochi); me preparó café porque como latina lo necesitaba para despertarme en la mañana (el desayuno japonés es bien distinto); me llevó y recogió de la estación de tren para que no camine mucho; fuimos juntos a Yokohama a visitar el cementerio donde están nuestros ancestros; me llevó a Kamakura a ver algunos templos famosos; se ocupó de cada detalle y que no me falte nada. Y en el medio de nuestras conversaciones, hasta sus silencios me comunicaron algo especial. Me despedí de él con un nudo en la garganta y aguantándome las lágrimas. Su nobleza, paciencia y cuidado me impactaron de una manera que no voy a olvidar jamás. 

Mi tía, la esposa de tío, siendo directora de un sanatorio y una médica muy ocupada, me brindó todo el tiempo libre que podía. Incluso me llevó a conocer su sanatorio, me mostró su rutina, me explicó varios aspectos de la vida japonesa; a pesar de su cansancio acumulado por las reuniones, consultas y cirugías me cocinó sukiyaki (mi comida preferida).

Ella me demostró a través de sus regalos cómo se preocupaba por mí; también me acompañó a varios lugares de Tokyo. En medio de un diluvio me llevó hasta el aeropuerto para despedirse y se tomó un café conmigo para esperar hasta que salga el vuelo, junto con otro de mis tíos. Dada la carga emocional que sentía estando en Japón (las emociones adormecidas y acumuladas desde la niñez se despiertan), ella fue una persona con la que pude expresar cómo me sentía. Recuerdo que en una ocasión casi no pude terminar de hablarle porque sentía que iba a llorar. Ella me miró y me dio el mejor consejo, fiel a su estilo pragmático:

Hay cosas del pasado que ya no se pueden cambiar, tenés que mirar adelante«. 

Si me estás leyendo: gracias tía. 

Así como yo entré al mundo de ellos, también ellos entraron al mío. Realmente hay un lenguaje universal del corazón. Les recuerdo que sólo conocí a mis tíos y supe de su existencia tres semanas antes de aterrizar en Japón. Ellos, si bien podrían saber la cantidad de hijos que tenía mi papá, no conocían mi historia. Y aún así abrieron su corazón.

Si leyeron la primera parte del relato, seguro van a comprender lo que diré a continuación: mi abuela japonesa falleció sólo semanas antes que yo viajase a Japón. Si ella no partía yo no iba a conocer al tío en su funeral ni iba a quedarme cinco días más a indagar en mi historia familiar. De alguna manera siento que fue un último regalo que ella me dio. Ver sus fotos de adolescente en Japón y conocer detalles de cómo se crió y lo mucho que nos amó me partió el corazón. Pero también me dio fuerzas para extender su legado, vivir honrando su apellido y su amor. 

Para que las piezas del rompecabezas encajen necesitamos dejar de forzar nuestro gusto personal, y permitir que los colores y la forma de dichas piezas nos muestren cuál es su lugar natural. 

Todo encaja a su tiempo. De verdad. Y no hay pieza que pueda reemplazar el lugar de otra original. A veces eso nos deja un vacío, y a veces la vida nos permite encontrar lo que faltaba para completar el mosaico que es nuestra vida al final. 

Hacer contacto para conectarnos… no para impresionar

Habían pasado ocho meses desde mi retorno de Japón. La experiencia personal fue transformadora, pero había algo más que debía lograr.

Llegué 10 minutos antes de la hora indicada. Me senté en la última fila. Miré a mi alrededor. Todos parecían conocerse por la forma en la que charlaban. Sentía las manos frías. Estaba ansiosa. Miré la carpeta que me entregaron al llegar, la cual tenía el título «Primer Simposio Nikkei – Paraguay 2019”.

En eso escuché que alguien me dijo: 

– ¿Akita-san?

Le miré sorprendida. 

– ¿Akita-san? – me volvió a preguntar. Era un señor japonés canoso, impecablemente trajeado. 

– Hai – alcancé a responderle. 

– Aderante. Purimera fira – me dijo con un español japonizado y me indicó que le siguiese.

«¿En la primera fila me voy a sentar?», pensé mientras caminaba detrás de él. Algunas personas escucharon nuestra conversación por lo que sentí que sus miradas me seguían. Tragué saliva. Al llegar, me indicó con ambas manos dónde debía sentarme y me hizo una leve reverencia. «Arigatou gozaimasu», le dije con una sonrisa nerviosa. Y me senté. Estaba en la fila de los que iban a disertar. 

Una hora después yo subía al escenario a compartir mi historia a un auditorio que incluía al Embajador del Japón en Paraguay Naohiro Ishida, líderes de las diferentes asociaciones y jóvenes nikkeis.

Agarré el micrófono. Ni siquiera saludé. Respiré profundo. Directamente empecé mi charla diciendo:

«Si hace un año atrás me decían que iba a hablar en un Simposio Nikkei, no les hubiese creído. Es más, hace un año atrás ni siquiera sabía escribir mi nombre en japonés. Cuando llegué me senté en la última fila y para mí es tan representativo que de allí me hayan invitado a pasar a los primeros lugares. Yo solía ser esa nikkei que sólo miraba de lejos. Pero hoy estoy aquí parada frente a ustedes para decirles que cuando alguien decide ser un puente de conexión el impacto que eso puede tener en los demás es increíble”.

Es que tras mi retorno de Japón me ocurrieron varias cosas realmente sorprendentes, considerando que era una absoluta outsider un año atrás: numerosas entrevistas en medios de comunicación, incluida una tapa de revista con otras mujeres nikkei destacadas; que una de las sensei referentes en Japón en el arte de vestir kimono (kitsuke) me haya enseñado y puesto mi primer kimono; ser secretaria de la Asociación de Ex Becarios Nikkei de Gaimusho; estrechar la mano del Ministro Abe y quitarme una foto  grupal con él tras su visita por primera vez al Paraguay; ser invitada a ceremonias en la Embajada del Japón; ser maestra de ceremonia del Kimono Show en presencia de un auditorio repleto en el Banco Central del Paraguay, entre otros detalles.

A medida que hablaba en ese escenario del Simposio Nikkei me acordaba de este pasaje en Lucas 14:10-11 (MSG): 

Cuando te inviten a cenar, ve y siéntate en el último lugar. Luego, cuando venga el anfitrión, puede decir: «Amigo, ven al frente». ¡Eso les dará a los invitados algo de qué hablar!»

Definitivamente más de un nikkei en la comunidad habrá dicho: “¿Quién es esta chica y de dónde salió?”. Sí, puedo comprender eso. Porque fue una exposición meteórica. Siempre estuve atrás, modo ninja. Oculta. Pero cuando retorné de Japón comprendí que, al igual que yo, también habían varios nikkeis que de alguna manera podían relacionarse con mi historia, así que me animé a exponerme. Y es ahí cuando una sabe que se mueve por propósito, no por aplausos. 

Si me paré en un escenario, si posé para una foto de portada, si me expuse frente a un micrófono o incluso me senté horas a escribir, no es para “ir al frente”. Es para mostrar con mi testimonio que el que se sienta al fondo tiene igual de valor que el que se sienta enfrente, y que a todos nos llega la hora de ser promovidos para usar nuestra voz y generar un cambio. 

Ese “algo más que debía lograr” es la misión de animar a otros a buscar también la pieza de su rompecabezas; a mostrar que Japón tiene mucho por revelar, a unirnos no para competir sino para colaborar. A derribar muros y construir puentes para que otros también puedan cruzar. Lo que me mueve es que hay otra Naru ahí afuera que quiero ayudar.

La revolución empieza cuando nos animamos a preguntar:

«¿Dónde será que esta pieza encajará?».

Publicado en Apuntes de aprendiz

Las cosas pequeñas


Imaginemos que un día nos despertamos en un Paraguay con todos los problemas de infraestructura y tecnología solucionados, con carreteras de primer mundo, electricidad confiable, Wifi omnipresente; luz y agua potable para todos; hospitales equipados; escuelas impecablemente construidas, parques públicos limpios; edificios y veredas accesibles; excelente transporte público, y la lista podría continuar. Imaginemos eso, con una condición: nosotros, los ciudadanos, amanecemos iguales. Mismos pensamientos, misma cultura. ¿Qué pasaría?

Creo que hay dos mentalidades: la que espera un mejor Paraguay para las personas, y la que prepara a las personas para tener un mejor Paraguay. Entender la diferencia nos lleva por dos caminos muy diferentes.

El país en sí mismo no alcanza la mejoría, quienes evolucionan son las personas. Podemos construir el entorno ideal y, sin embargo, si descuidamos preparar a los habitantes ese mismo contexto puede ser descuidado, destruido y mal administrado en un corto plazo. Seremos los mismos irresponsables sólo que en proporciones más grandes. 

Si no elevamos nuestra mentalidad, entonces seguiremos sucumbiendo diariamente a nuestra peor faceta: “Ahí nomás tirá”, “Nadie llega a hora”, “Que otro haga”, “Tenés que ser más vivo”, “No es tan ilegal”, “Agarrá, nadie se va a dar cuenta”, “¿Para qué formás fila?”, “¡A mí que me importa!”, “¿Para qué vas a denunciar? Ni la hora te van a dar”, “Dale una propinita y te va a acelerar las cosas”, “Me gusta tu vestido, mamita”, “A esos hay que arrearles”.

Muchas veces la crisis no es económica, ¡es de valores! Lo que terminaremos haciendo es sólo escalar la mediocridad. Ser violentos en casas más lindas; ser evasores con empresas más grandes; causar accidentes en estupendas autopistas; graduar a estudiantes con un nivel mediocre en instituciones de gran porte; disponer de hermosas bibliotecas públicas que se empolvan; tener 75% de la población sedentaria con gimnasios en cada esquina…

Ya lo dijo Jesús mucho tiempo atrás: “Si son fieles en las cosas pequeñas, serán fieles en las grandes; pero si son deshonestos en las cosas pequeñas no actuarán con honradez en las responsabilidades más grandes”. Contundente.

¿Qué clase de mentalidad se precisa? Una que ejecuta su tarea y posterga la gratificación; una entrenada en limpieza no como castigo sino como cultura de excelencia; una que piensa en el grupo y no sólo en su ego; una que fue instruida en no tocar lo que no es suyo; una que se enfoca en la prevención y no en la curación; una que fue educada en cuidar los recursos naturales y no en derrocharlos; una que fue estimulada a encontrar soluciones divergentes.

En suma, la próxima vez que digamos “Quiero un mejor Paraguay” examinemos en cómo vamos en la administración de las cosas pequeñas.

Publicado en Apuntes de aprendiz, Trabajo

Continuar, antes que empezar


¿Qué determina que tengamos el aguante necesario para concretar lo que nos proponemos? En la ciencia deportiva existe un término fascinante denominado stamina, que es la capacidad de resistir física o mentalmente durante largos periodos de tiempo. Es lo que caracteriza a los atletas de alto rendimiento. Sin stamina no hay aguante. Si la capacidad de sostener el esfuer­zo, sin decaer en el tiempo, es lo que marca la diferencia en el deporte, ¿será que el mismo principio aplica a cómo gerenciamos, lideramos y hasta enfrentamos desafíos como país?

Vivimos en una cultura donde el inicio es más aplaudido que la perseverancia de la mitad del camino. Pero un principio sin con­tinuación es una mentira; una inauguración sin un posterior cuidado es apenas una in­tención; una firma de convenio sin compro­miso por los resultados es un fingimiento; una pérdida de peso radical sin un régimen de mantenimiento es un cambio efímero; una boda rimbombante sin un matrimonio sólido es pura fachada; un discurso prome-tedor sin voluntad diaria de implementación es, coloquialmente hablando, vender humo.

A veces empezamos el camino con nobles intenciones, y lo que ocurre es que buscamos velocidad y no consistencia, novedad y no permanencia, entonces nos quedamos sin aire, sin fuerzas, sin stamina. Prestamos demasiada atención a los inicios, descuidando desarrollar el pulmón de la continuidad. Esa es una de las causas por la que mueren los proyec­tos y las empresas… no se enfocan en el aguante, no sostienen sus esfuerzos en el tiempo, no terminan lo que empiezan.

¿Cómo aumentamos nuestra stamina? El secreto radica en presentarse diariamente a entrenar, incluso cuando los músculos duelen o el ánimo está decaído. Nuestra resistencia determina la cantidad de tiempo que podremos estar inmersos en una tarea. Cuanto menos resistencia, más rápido nos rendimos. Es cierto que nos atrae lo novedoso, pero hoy cabe preguntarnos: ¿cuál es la tarea que deberíamos continuar?

Publicado en Viajes aleccionadores

The missing piece of the puzzle


“Nice to meet you! My name is Narumi Akita»

“Come again?»

«Na – ru – mi»

«Oooh, and where is your name from?»

“It’s Japanese».

«And do you speak Japanese?»

«No, unfortunately.»

«And have you visited Japan?»

“Not either.»

* Brief silence, followed by an awkward smile *

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It has been years and years of responding the same way every time I met someone for the first time. Eventually, I even came to the conclusion that my destiny was to be “name only». It is not easy to have an oriental name, eyes torn and not “bring them justice».

A little background…

For those who do not know me, I was born in Asunción; my dad is Japanese, my mom is Paraguayan. Their marriage ended very soon, they separated when I turned 2. I was raised with my maternal family. Due to the difficult context that involved my parent’s separation, I was not able to interact with my Japanese family as much as I would have wanted.

In addition, my grandfather Kaoru died when I was 4 years old so I almost didn’t spend time with him. Although my grandmother Yuuki lived until she was 95, I only had the chance to see her on a few occasions over time. Even so, the love for my Obaachan deeply captivated my heart.

Given these circumstances, I grew up without a big piece in my identity puzzle; with many unanswered questions; curious about my family history; with a lot of love that couldn’t be shared; with certain shame and shyness to get involved in the community of Japanese descendants; and always missing something I never had.

There are those who have great-grandparents, grandparents or parents of other nationalities but never feel the need to dig further into their ancestry. That is not my case. I always had interest and longing for Japan, especially given that I am such a direct descendant. Life, however, took me down another road, where I had to watch «from a distance», without even learning about the stories behind how and why it was that decades ago my grandparents, together with my father and my uncle, crossed oceans by boat from the Prefecture of Kochi to arrive in Paraguay.

The restlessness

So I grew up, raised and loved by my Paraguayan family, with a silent longing for my Akita-Yamawaki side. Until two events changed everything: a visit and a quote.

The visit

It was 2016 and it had been 15 years since I last saw my Japanese grandmother. There are details I prefer to keep to myself, but the point is that I felt “a push from heaven” in my heart telling me: «It’s time, Naru. You have to visit your grandmother. Arm yourself with courage. Overcome the discomfort and reach out to her to tell her how much you missed her all this time and that you love her. This may be your last chance”.

So I visited her at her home in Paraguay, along with my brother… and it was amazing. Although she was already very old, her smile and her loving eyes of love were the same ones I remembered. Her first words were in Japanese in the midst of sobs, and I did not understand them but I know they meant something special.

We shared an afternoon that I will cherish forever and this was indeed my last chance.

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The quote

In November 2017, a friend invited me to dinner at her home for Thanksgiving dinner, a traditionally American holiday that her family has the great habit of celebrating every year, even though we live in Paraguay.

I exchanged a typical conversation with her father, that initiated like this:

«Do you speak Japanese?»

«No, unfortunately.»

«Have you been to Japan?»

«No, I have not.»

And there, Mr. Chihan replied in a way that caught me completely off-guard:

When time comes and you get off the plane and set foot in Japan … your blood will know»

He – a Syrian descendant – knew what he was talking about. His personal experience gave him enough credibility to express those words with conviction.

Those words chased me for months and once again I felt a push from heaven.

So that it doesn’t hurt so much

«I will not allow myself to feel»: this is the most commonly used defense mechanism when there are issues we prefer to avoid, especially when they are painful, enigmatic or difficult to address. And I felt like this when approaching my oriental roots.

It was not just about setting a goal to speak the language or visiting the country. It was about uncovering memories from my childhood; trying to understand the Japanese mentality. It also meant to travel to the other side of the world to such a different culture, without knowing what it would generate inside, to build my trust and dignity as a Nikkei, and to discover my family tree with its lights and shadows.

But my grandmother’s visit and that quote were the key in my hands to open a transformative door in my life.

“… your blood will know. «

So I started an internal reflection with thoughts like these: «Your blood never left you; your blood has memory; your blood gives you the credentials. There is no such thing as ‘name only’, your mind made up to get away from something that has been calling you for years. Through your veins not only runs a red liquid but also runs a family legacy. It was not a coincidence that you were born a mestiza. Do not deny your blood just because the past hurts and generates uncertainty for the future. An ancestral land is awaiting for you. It will not be easy. This concern will never go away until you are encouraged to cross those 18,000 kilometers and discover what Japan has to reveal to you».

And I determined myself…

After restless months, I knew I had to do something about it. My first step was to studying Japanese with a Japanese teacher. In addition to the language with its three alphabets (hiragana, katakana and kanji), the classes also included recipes for food, origami, history and culture. Something that had been dormant for years was suddenly awakened in me. Each class with my teacher revitalized me more and I felt challenged like never before. I even set a goal to go to the Tokyo 2020 Olympics, and determined myself to save money.

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So…

After a month, I was notified about the opening of a scholarship to travel to Japan for 10 days for Latin American Nikkeis by the Ministry of Foreign Affairs of Japan – through the Embassy of Japan in Paraguay – for a 10-day trip. The objective was to learn about Japan as much as possible so that upon returning to their countries, each Nikkei could spread culture and learning experiences, using their communication skills.

I am a communicator by profession and I am nissei (second generation), so I met the fundamental requirements. I applied and submitted all the documents, including an essay entitled «Japan has a piece of my puzzle», replying to the question of why I was applying to this scholarship. It was a very sincere and at the same time risky text. However, if selected, I wanted them to know exactly to what kind of Nikkei they were going to provide the opportunity to visit Japan.

The program included visits to the Imperial Palace and meetings with Japanese government authorities; informative meetings with representatives from the Ministry of Foreign Affairs; discussions with external intellectuals; visits to museums, historical and beautiful sites surrounded by nature, several temples, traditional restaurants, northern prefectures affected by the 2011 tsunami, a sake factory, meetings with JICA volunteers, among other activities.

As I anxiously waited to know whether I was selected for the scholarship or not at the end of August, I received the news that my Obaachan had passed away.

With sadness I went to her funeral on a Monday with my brother. And there was something I did not expect: my father introduced us to his cousin – my grandmother’s nephew – who had come from Japan for a week. His name: Toshifumi Yamawaki (my grandmother’s last name). We had a brief conversation and I told him that if I was selected for the scholarship, two weeks from then, I would be traveling to Tokyo.

As if it were a roller coaster of emotions, on Wednesday of that same week I received a call from the Consulate of the Embassy of Japan: «Hi Narumi. I have good news for you…» said the voice on the other side of the phone.

They had selected me. Me, the “name only!”. This meant that I would join 14 other Nikkei from Latin America, who had competed among hundreds of applicants.

I could not believe it. Less than two months after I had determined myself to learn Japanese and go to Japan, all the doors started to open. However, there was still one additional door to open, a transcendental one.

On Sunday of that same week I went to say good-bye to my uncle Toshifumi at the airport and we agreed that I would stay 5 additional days in Japan at the end of the program, in order to learn more about my family roots. This made a difference in my trip.

“A long time ago in a galaxy far, far away…”

Using Star Wars’ opening lines, that’s how Japan looked like to me. Despite globalization, the Internet, and the experience of having traveled to more than 40 cities in Latin America, Europe, and Africa, I still thought that knowing the land of my ancestors was a «… far, far away» possibility. Yet at the same time so fascinatingly different: in history, in culture, in food, in geography, in language, in religion, in clothing, in social interaction, in work. The closest I had gotten to Japan was whenever I went for lunch or dinner to my favorite restaurant, Hiroshima.

I mention this so that you can appreciate the fact that after so many years of longing, my feet were finally going to reach the Land of the Rising sun. Compared to other Nikkei, I’m relatively young. There are people who hope to travel all their lives. So that helps me to value the experience even more and not take it for granted.

I found myself scrubbing my eyes often when looking at my plane tickets to make sure I was not dreaming.

My family celebrated the news and understood that this was an extremely necessary process for me. My Japanese teacher gave me the biggest smile in the world when she found out. «God’s plan,» she told me. «Why is everything happening at the same time?» I asked her, referring to studying the language, the scholarship and meeting my uncle. And she replied:

Because there is a purpose, Narumi-san”.

How I arrived

Two weeks passed after my grandmother’s funeral and the trip date arrived. I spent 40 hours traveling between layovers and flights to São Paulo, Amsterdam and then Tokyo. I went to the future with a 12-hour difference with Paraguay.

Thanks to technology, today we can see the flight map on the screens in front of our seats and know how much time and how many miles are left to reach our destination. Instead of watching a movie, every now and then I looked at how close I was to the archipelago of islands. And when we finally descended to land at the Narita International Airport, my legs were shaking. «This is real. It’s happening”, I told myself. It was there that I remembered the quote once again: the moment was coming when I would get off the plane and put my feet in Japan.

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And I did.

I had 15 absolutely transforming and unforgettable days, so I will need several blog entries to break them down. Believe me, this experience was intense, surprising and deserves to be told in detail. Japan taught me so much. That’s why this is just an introduction, a prologue to my story.

But I don’t want to leave you with a great intrigue, so here is how I felt the day I started the long journey back home:

How I said goodbye

I was in my seat and the plane was about to take off. In that moment, I felt a lump in my throat and my eyes started to get wet. Why? Because the puzzle finally fit and the image was completed.

And, at the same time, as we were moving on the track, a part of my heart was staying. Tears began to fall through my cheeks without being able to contain them.

Japan was no longer a galaxy, far, far away. I no longer felt like “name only”, I no longer felt an intruder, I no longer felt unqualified. I felt complete. I felt found. I felt like family.

To be continued…

Publicado en Viajes aleccionadores

La pieza del rompecabezas


“¡Mucho gusto! Mi nombre es Narumi Akita”

“¿Cómo?”

“Na – ru – mi”

“Aaah, ¿y de dónde es tu nombre?”

“Es japonés”.

“¿Y hablás japonés?”

“No, lastimosamente”.

“¿Y ya te fuiste a Japón?”

“No, tampoco”.

*Breve silencio, seguido de una sonrisa incómoda*

_________

Fueron años y años de responder de la misma manera cada vez que conocía a alguien por primera vez. Hasta llegué a la conclusión de que mi destino era ser puro nombre. Es que no es fácil tener un nombre oriental, ojos rasgados y no “hacerles justicia”.

Un poco de antecedentes…

Para quienes no me conocen, nací en Asunción; mi papá es japonés, mi mamá es paraguaya. Su matrimonio duró poco. Se separaron cuando yo cumplí 2. Me crié 100% con mi familia materna. Debido al difícil contexto que envolvió la separación de mis padres, no pude compartir con mi familia japonesa como lo hubiese deseado.

Además de eso, mi abuelo Kaoru falleció cuando yo tenía 4 años por lo que casi no compartí con él. Y si bien mi abuela Yuuki vivió hasta los 95 sólo tuve la oportunidad de verla en contadas ocasiones a través del tiempo. Aún así el amor de mi Obaachan me cautivó profundamente el corazón.

Dadas estas circunstancias, crecí sin una gran pieza en el rompecabezas de mi identidad; con muchas preguntas sin respuesta; con curiosidad por la historia de mi familia; con mucho amor acumulado y sin entregar; con vergüenza y timidez de involucrarme en la comunidad de descendientes japoneses; y extrañando algo que nunca tuve.

Hay quienes tienen bisabuelos, abuelos o padres de otras nacionalidades pero nunca sintieron la necesidad de hurgar más en su ascendencia. Ese no es mi caso. Yo siempre tuve interés y añoranza por Japón, sobre todo al ser una descendiente tan directa. Pero la vida me llevó por otro camino, donde me tocó mirar “desde la distancia”, sin conocer incluso los detalles básicos de cómo y por qué fue que décadas atrás mis abuelos, junto a mi papá y mi tío, cruzaron océanos en barco desde la Prefectura de Kochi hasta llegar a Paraguay.

La intranquilidad

Así crecí, criada y amada por mi familia paraguaya, con un anhelo silencioso por mi lado Akita-Yamawaki. Hasta que dos acontecimientos lo cambiaron todo: una visita y una frase.

La visita

Era el 2016 y ya habían pasado 15 años desde que yo no veía a mi abuela japonesa. Hay detalles que prefiero guardarlos, pero la cuestión es que sentí una intranquilidad del cielo en mi corazón que me decía: “Es tiempo, Naru. Tenés que visitar a tu abuela. Armate de valor, pasá por encima de toda incomodidad y llegá hasta ella para decirle cuánto la extrañaste todo este tiempo y que la amás. Esta puede ser tu última oportunidad”. Fue así que la visité en su casa en Paraguay, junto con mi hermano… y fue increíble. Si bien ya estaba muy anciana, su sonrisa y sus ojos de amor eran los mismos que recordaba. Sus primeras palabras fueron en japonés en medio de sollozos, y yo no las entendí pero sé que significaron algo especial.

Compartimos una tarde que atesoraré por siempre y que efectivamente fue mi última oportunidad

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La frase

En noviembre de 2017 una amiga me invitó a cenar en su casa por motivo del “Día de acción de gracias” [Thanksgiving], un feriado tradicionalmente americano que su familia tiene la genial costumbre de celebrar cada año, aunque estemos en Paraguay.

Intercambié una conversación con su padre, la cual inició previsiblemente:

“¿Y hablás japonés?”

“No, lastimosamente”.

“¿Y ya te fuiste a Japón?”

“No, tampoco”.

Y allí el Sr. Chihan me respondió de una forma que me sorprendió totalmente:

Cuando llegue el momento en el que bajes del avión y pongas un pie en Japón… tu sangre lo va a saber”.

Él -descendiente sirio- sabía de lo que me estaba hablando. Tuvo una experiencia personal que le daba la suficiente credibilidad para expresar con convicción esas palabras.

Esa frase me persiguió por meses y una vez más sentí una intranquilidad del cielo.

Para que no duela tanto

“No me permitiré sentir”: ese es el mecanismo de defensa que utilizamos sin darnos cuenta cuando hay temas que preferimos evadir, porque son dolorosos, enigmáticos o difíciles de abordar. Y eso representaba para mí el acercarme a mis raíces orientales.

No era sólo ponerme de meta hablar el idioma o conocer el país, sino destapar recuerdos de la niñez; tratar de comprender la mentalidad japonesa. Era también viajar al otro lado del mundo a una cultura tan diferente, sin saber lo que iba a generar en mí, construir mi confianza y dignidad como nikkei, y descubrir mi árbol genealógico con sus luces y sombras.

Pero esa visita a mi abuela y esa frase fueron la llave en mis manos para abrir una puerta transformadora para mi vida.

… tu sangre lo va a saber”.

Así empecé una reflexión interna con pensamientos como estos: “Tu sangre nunca te abandonó; tu sangre tiene memoria; tu sangre te da las credenciales. No existe tal cosa como ‘puro nombre’, esa es una invención de tu mente para alejarte de algo que hace años te está llamando. Por tus venas no sólo corre un líquido color rojo, corre un legado familiar. No naciste de casualidad siendo mestiza. No niegues tu sangre sólo porque te duele el pasado y te genera incertidumbre hacia el futuro. Una tierra ancestral te está esperando. No será fácil. Esta inquietud nunca se irá hasta que te animes a cruzar esos 18.000 kilómetros de distancia y descubrir qué tiene Japón por revelarte”.

Y me determiné…

Meses después de estar intranquila, supe que debía hacer algo al respecto. Mi primer paso fue empezar a estudiar japonés de forma particular con una maestra japonesa. Además del idioma con sus tres alfabetos (hiragana, katakana y kanji), las clases también incluyeron recetas de comidas, origami, historia y cultura. Y se fue despertando algo en mí que lo tenía anestesiado por años. Cada clase con mi profesora me revitalizaba más y me sentía desafiada. Hasta me puse de meta ir a las Olimpiadas de Tokyo 2020, con una determinación de fierro para ahorrar. 

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Entonces…

Un mes después de iniciadas las clases, me avisan sobre la apertura de postulación de una beca para nikkeis latinoamericanos por parte del Ministerio de Asuntos Exteriores de Japón -a través de la Embajada de Japón en Paraguay- para un viaje de 10 días. El objetivo era conocer lo máximo posible sobre Japón para que a la vuelta a su país, cada nikkei difunda la cultura y los aprendizajes, a través de sus habilidades comunicacionales.

Soy comunicadora de profesión y nissei (segunda generación), así que reunía los requisitos fundamentales. Me postulé y presenté todos los documentos requeridos, entre ellos un ensayo titulado “Japón tiene una pieza de mi rompecabezas”, respondiendo a la pregunta de por qué me estaba postulando. Fue un escrito muy sincero y a la vez arriesgado. No obstante, si me elegían quería que sepan exactamente a qué nikkei le estaban dando la oportunidad de conocer Japón. 

El programa incluía visitas de cortesía al Palacio Imperial junto a los príncipes y reuniones con autoridades del gobierno japonés; reuniones informativas con representantes del Ministerio de Asuntos Exteriores; charlas con intelectuales externos; visitas a museos, sitios históricos y bellos por su naturaleza, varios templos, restaurantes típicos, prefecturas hacia el norte afectadas por el tsunami del 2011, una fábrica de sake, reuniones con voluntarios de JICA, entre otras actividades.

En medio de la ansiosa espera de saber si me elegían para la beca o no, a fines de agosto recibí la noticia de que mi Obaachan se nos fue.

Con tristeza fuimos a su funeral un día lunes junto con mi hermano. Y allí se dio algo que no esperaba: mi papá nos presentó a su primo -el sobrino de mi abuela- quien había venido de Japón por una semana. Su nombre: Toshifumi Yamawaki (el apellido de soltera de mi abuela). Intercambiamos una breve conversación y le comenté que de quedar seleccionada, dos semanas después, estaría viajando a Tokyo becada.

Como si fuese una montaña rusa de emociones, el miércoles de esa misma semana me llamaron desde el Consulado de la Embajada de Japón: “Hola Narumi. Tengo buenas noticias que darte…” decía la voz al otro lado del teléfono. 

Me habían seleccionado. A mí, ¡la puro nombre! De esa manera me uniría a otros 14 nikkeis de Latinoamérica, que habían competido entre cientos de postulantes.

No podía creerlo. A menos de dos meses de haberme determinado en aprender japonés e ir a Japón, todas las puertas se estaban abriendo. Pero aún quedaba una más por abrirse, una trascendental.

El domingo de esa misma semana fui a despedirle al tío Toshifumi al aeropuerto y acordamos que me quedaría 5 días más en Japón al terminar el programa, de modo a conocer más mis raíces familiares. Este hecho marcó la diferencia en mi viaje.

“Hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana…”

Valiéndome de George Lucas y Star Wars, así parecía Japón para mí. A pesar de la globalización, de Internet y de la experiencia de haber viajado a más de 40 ciudades de América Latina, Europa y África, seguía pensando en que conocer la tierra de mis antepasados era una posibilidad “…muy, muy lejana”. Y a la vez tan fascinantemente diferente: en historia, en cultura, en comida, en geografía, en idioma, en religión, en vestimenta, en interacción social, en el trabajo. Lo más cerca de Japón que siempre estuve era cada vez que iba a almorzar o cenar en mi restaurante preferido Hiroshima.

Menciono eso para que puedan dimensionar que luego de tantos años de añoranza, mis pies finalmente iban a llegar al país del sol naciente. Y eso que comparado con otros nikkeis, soy relativamente joven. Hay quienes esperan viajar toda su vida. Así que eso me ayuda a valorar aún más la experiencia y no darla por sentado.

Muchas veces tuve que refregarme los ojos al mirar mi ticket de avión.

En mi casa celebraron la noticia y entendieron que se trataba de un proceso sumamente necesario para mí. Mi maestra de japonés esbozó la sonrisa más grande del mundo al enterarse. “Plan de Dios”, me dijo. “¿Por qué ahora sale todo junto?”, le pregunté, refiriéndome a estudiar el idioma, a la beca y el conocer al tío. Y me respondió:

Porque hay un propósito, Narumi-san”.

Cómo llegué

Transcurrieron las dos semanas luego del funeral de mi abuela y llegó la fecha del viaje. Fueron 40 horas entre conexiones y vuelos a São Paulo, Ámsterdam y luego Tokyo. Y me fui al futuro con 12 horas de diferencia con Paraguay.

Gracias a la tecnología hoy podemos ver en las pantallas frente a nuestros asientos el mapa de vuelo y saber cuánto tiempo y cuántas millas faltan para llegar a destino. En vez de ver alguna película, cada tanto yo miraba qué tan cerca ya estaba del archipiélago de islas. Y cuando finalmente descendimos para aterrizar en el aeropuerto internacional de Narita las piernas me temblaban. “Esto es real. Está sucediendo”, me decía a mí misma. Fue ahí que recordé una vez más la frase del padre de mi amiga: estaba llegando el momento en el que bajaría del avión y pondría los pies en Japón.

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Y lo hice.

Fueron 15 días absolutamente transformadores e inolvidables para mí, por lo que necesitaré de varios posteos para desglosarlos. Créanme, esta experiencia fue intensa, sorprendente y merece ser contada en detalles. Japón me enseñó demasiado. Por eso esta es apenas una introducción, un prólogo de mi historia.

Pero para no dejarles la intriga, les adelanto lo que sentí el día que emprendí el largo regreso a casa.

Cómo me despedí

Estaba sentada en mi asiento con el cinturón puesto. El avión a punto de despegar. En eso siento un nudo en la garganta y que mis ojos se empiezan a humedecer. El rompecabezas encastró y la imagen se completó.

Y, a la par, mientras nos movíamos en la pista, una parte de mi corazón se estaba quedando. Y las lágrimas empezaron a caer por mis cachetes sin poder contenerlas.

Japón ya no era una galaxia muy, muy lejana. Ya no me sentí puro nombre, ya no me sentí una intrusa, ya no me sentí descalificada. Me sentí completa. Me sentí hallada. Me sentí familia.

Continuará…