Una vez leí una historia sobre un colegio en Oregon que afrontó un problema bastante peculiar. Muchas de las estudiantes empezaron a usar lápiz labial, se lo ponían en el baño y luego de untárselo besaban el espejo dejando docenas de marcas de labios. Cansada de pedir que esta práctica se detuviera, la directora del colegio decidió reunir a las estudiantes en el baño junto con el encargado de limpieza. Les explicó a las alumnas lo mucho que le costaba a este señor limpiar todos los días los rastros de labial en el espejo. Para hacerlo más visible, pidió al encargado que hiciese la limpieza delante de ellas.
Hago un stop a la historia allí para resaltar un punto: lamentablemente cuando somos tentados no nos damos cuenta del potencial daño que podemos ocasionar en nosotros mismos y en terceros. Nos sentimos fuertemente atraídos, obnubilados y débiles frente a esta oportunidad que tenemos. Pensamos en el gran placer a corto plazo y no en la consecuencia que tendrá ni el perjuicio que vendrá.
Santiago 1:14 ya nos advierte: “La tentación viene de nuestros propios deseos, los cuales nos seducen y nos arrastran”.
Por eso es tan fácil sucumbir, porque la tentación conoce nuestra debilidad. Somos atraídos por algo que nos llama la atención, somos atacados en el área más débil, donde nuestra curiosidad es gigantesca.
No sucumbimos en áreas en la que somos seguros y fuertes. No. En esa guerra ganamos una medalla de honor. Pero cuando somos tentados el que está en el frente de batalla no es el mejor soldado, sino el más débil, al que le falta vigor, fuerza e inteligencia.
Por eso muchas batallas se pierden, familias se separan, empresas quiebran, la confianza se esfuma, o personas destruyen su propia salud. Subestimamos al enemigo, no somos conscientes de lo poderosa que es la seducción del mal que, por supuesto, nos muestra su cara más linda al comienzo.
El alma humana es similar a una estatua en este sentido, “… si bien algunas de sus partes serán tan fuertes como el hierro, otras serán tan débiles como el barro” (Daniel 2:42). Tenemos que admitir que hay áreas en las que somos débiles, somos barro y propensos a errar.
Nadie se salva de ser tentado. “… Las tentaciones son inevitables”, dice Mateo 18:7.
¿Qué hacemos entonces para defender nuestros valores y practicar verdaderamente una fe íntegra, que no se resquebraje ante la provocación del mal? ¿Cómo tener un blindaje? Dejemos que estas palabras calen hondo en nuestros corazones:
“Velen y oren para que no entren en tentación…”, Marcos 14:38. “¿Por qué duermen? -les preguntó- Levántense y oren para que no cedan ante la tentación”, Lucas 22:46. “Él da… fortaleza a los débiles”, Isaías 40:29. “Mi gracia es todo lo que necesitas; mi poder actúa mejor en la debilidad”, 2 Corintios 12:9. Jesús “…comprende nuestras debilidades, porque enfrentó todas y cada una de las pruebas que enfrentamos nosotros, sin embargo, él nunca pecó”, Hebreros 4:15. “… Cuando sean tentados, él les mostrará una salida, para que puedan resistir”, 1 Corintios 10:13. “Dios bendice a los que soportan con paciencia las pruebas y las tentaciones, porque después de superarlas, recibirán la corona de vida que Dios ha prometido a quienes lo aman”, Santiago 1:12. Necesitamos reconocer dos cosas: que no podemos solos, Dios debe hacerse fuerte en nosotros, y que la tentación es atractiva pero su final es perjudicial.
Volviendo a la historia del inicio. La directora pidió al hombre que limpiara frente a las alumnas los rastros de labial que éstas habían dejado. El encargado de limpieza tomó un cepillo largo, lo introdujo en el agua del inodoro y luego restregó el espejo. Las alumnas miraron espantadas. Desde entonces nunca más se registró otro caso como éste en aquel colegio. ¿Moraleja? Si al sucumbir ante la tentación tan sólo pudiéramos ver la verdadera suciedad que estamos besando, no volveríamos a ceder nunca más.