Toda revolución parte de una pregunta.
Consideremos el rompecabezas. Preguntar “¿Dónde encaja esta pieza?” o “¿Dónde está el resto que completa esta parte?”, nos empuja a buscar una resolución. Es así cómo se incuban las revoluciones personales y las de grandes escalas. Ya Julio Verne en su libro Viaje al centro de la tierra me lo enseñó cuando era adolescente:
Una vez que el signo de pregunta ha surgido en el cerebro humano, debe encontrarse la respuesta, aunque tarde cien años. Mil años.
“¿Qué tiene Japón por revelarme?”, fue la pregunta que me hice en la primera parte de este relato, tras sentir que me faltaban respuestas sobre mi identidad como descendiente de japonés (nikkei), nacida en Paraguay. Esa parte de la historia ya la saben (si no, pueden leerla aquí).
Ahora bien, ¿por qué era necesario el viaje? ¿Por qué no estudiar a Japón desde lejos? ¿Por qué no googlearlo? ¿Por qué debía pisar la tierra de mis ancestros? ¿Qué diferencia haría eso?
Hacer contacto
Observar desde la distancia o a través de una pantalla a veces nos lleva a equivocarnos, a hacer suposiciones, a tener miradas parciales, a forzar piezas en lugares que no corresponden o simplemente a permanecer desconectados.
Sabía que nunca entendería del todo mis raíces familiares y mi historia hasta hacer contacto con ellas. Hasta tocarlas, literalmente. En otras palabras, esto significaba llegar a Japón, olfatearlo, caminarlo, escucharlo, leerlo, degustarlo, observarlo, sentirlo…
Un rompecabezas uno no lo arma mentalmente, sino que acerca las piezas para que se toquen, de modo a comprobar si encastran. Yo no conocí realmente al pueblo japonés hasta que hice contacto con ellos.
Fue sólo estando allí que hablé su lenguaje, tan fascinante y difícil a la vez. Me regí por sus horarios estrictos y entendí por qué la impuntualidad les estresa tanto.
Degusté sus deliciosas comidas. Vi la delicadez, belleza y orden en su presentación. Comí platillos finos en restaurantes renombrados hasta obento de los supermercados. Me moví con su impecable y complejo transporte público, tan puntual, incluido su Shinkansen [tren bala] atravesando prefecturas a 320km/h de velocidad.
Me divertí con su mundo mágico en Tokyo Disney Sea y sus innovadoras atracciones. Vi cómo se ríen los japoneses y lo eufóricos que pueden ponerse cuando algo les apasiona.
Me informé con sus noticieros y comprendí por qué la sección de meteorología es tan larga. Tomé otcha, sake y umeshu. Y no pude evitar gastar todas mis monedas en la máquina expendedora por una Calpis más.
Me sorprendí por lo sobrecargado del diseño gráfico; por lo explícitos que son en los mangas y animés, y lo tímidos que pueden llegar a ser en persona.
Ingresé a sus templos y santuarios antiguos. Vi escritos allí sus deseos. Los observé elevar una oración y quemar incienso. Me dormí y desperté en sus alojamientos. Caminé sus calles y recovecos con mi sombrilla transparente bajo la tenue lluvia de setiembre.
Compartí con sus familias, sus trabajadores y sus gobernantes. Vi la jerarquía con la que se manejan y los códigos que imponen en las interacciones.
Visité el Palacio Imperial y compartí con la familia del Emperador. Tuve reuniones con miembros del Gabinete del Ministro Shinzo Abe y con líderes del cuerpo diplomático. Aprendí que ni un detalle lo dejan al azar. Hasta quién sale en qué orden en la foto oficial.
Experimenté su clima húmedo y hasta un tifón. Vi el gran despliegue de tecnología en el NEC Innovation World y en el Mori Building Digital Art Museum en Odaiba; donde el famoso teamLab Borderless se las ingenió para crear un paraíso artístico que despierta los sentidos como de verdad no me lo esperaba.
Viví el contraste de caminar por el frenético cruce de Shibuya en Tokyo, y la paz de hacerlo por los frescos bosques antiguos de Hiraizumi en Iwate.
Compré en sus konbini store de 24 horas y en sus súper-tiendas de varios pisos en los barrios más poblados de su capital. Vi la belleza de sus diversos paisajes; contemplé su fascinante arte; respeté sus protocolos y reglas.
Entré al metro en hora pico y sobreviví para contarlo. Vi campos de arroz, montañas y rascacielos. Conocí lo que es un onsen y el océano Pacífico desde el lado asiático.
Así también estuve en algunas de las zonas devastadas por el tsunami de 2011 y observé los vestigios de edificios y escuelas. Escuché relatos conmovedores sobre aquel día y la desesperación que provocó. Vi marcas en los cerros de hasta dónde llegó el agua. Contemplé las ofrendas florales y los homenajes que todavía yacen en los lugares afectados. Y me dolió.
Tampoco pude quedarme indiferente cuando conversé con alguien en un café en la estación de Tokyo sobre cómo la depresión y la soledad es un gran problema en la población.
Me llamó la atención ver personas trabajando en sus escritorios en los edificios a las 21:30. Recuerdo que casi pegué mi cachete a la ventana de la camioneta mientras volvía de Yokohama a Tokyo para ver esa escena.
Trabajan hasta agotarse. Mis propios ojos vieron también a varios en tren a la noche exhaustos y durmiendo de pie o sentados. Una de las pasajeras incluso casi se desplomó sobre mí y tuve que sostenerla.
“¿Todo eso en 15 días?”, se preguntarán. Hay más incluso. A veces la vida nos da la oportunidad de atravesar experiencias fugaces pero intensamente memorables.
Hacer contacto… para conectarnos
Ahora bien, la proximidad es vital pero hay una segunda fase fundamental: esforzarnos por hacer una conexión completa. Si bien cruzar fronteras geográficas puede ser parte del desafío, el proceso de completar nuestro rompecabezas personal también requiere, principalmente, que crucemos fronteras humanas.
Estar físicamente en un lugar, próximo a una cultura, no significa que te conectarás a ella. Así fue que intenté meterme en la piel de un japonés y comprender las cosas desde su punto de vista.
Si queremos conectarnos con personas diferentes a nosotros, debemos entrar en su territorio y entenderlos. Necesitamos descifrar los códigos que tocan su alma. Y esto no se da como resultado de una fórmula o de técnicas de comunicación, sino gracias a un interés genuino por escuchar y conocer sin prejuicios. Eso no significa dejar nuestras costumbres o nuestra autenticidad a un lado, sino vestirnos de respeto para ganarnos la confianza para que nos abran las fronteras humanas. Significa dejar el “Vos y el yo” con una línea de separación en el medio, y cambiarlo por el “Nosotros”, que nos acerca.
¿Saben cuál es mi teoría? Pese a las grandes diferencias en historia, idioma, comida, cultura, política, religión,… en nuestras partes más profundas estamos hechos de la misma esencia. Somos seres humanos en contacto con otros seres humanos. Siempre hay un lenguaje universal del corazón que nos permitirá conectarnos. Frederick Buechner escribió una vez:
La historia de cualquiera de nosotros es en alguna medida la historia de todos nosotros.
¿Qué tenemos en común? Ese es el enigma que nos compete resolver. Además de la sangre, una vez que nos acercamos y generamos espacios de contacto varias piezas van encajando.
Terminados los 10 días de programa de la beca por la que fui, me dirigí a la casa de mis parientes en Chiba, a 50 kilómetros de Tokyo. Allí compartí con mi familia por 5 días y fue tan aleccionador.
Me pasó con mis primas mellizas japonesas, quienes no hablaban español ni inglés (mi japonés es muy básico todavía), que no teníamos forma de comunicarnos si la tía no hacía de intérprete. Pero, gracias a Google Translator y a mi curiosidad por conocer más sobre ellas, pude establecer puntos de contacto. Lo que empezó con una cena con diálogos muy breves y básicos en un restaurante, terminó con té y dulces japoneses en la sala de la casa de mis tíos hasta tarde en la noche, con historias sobre escalar el Monte Fuji, sobre el kimono, sobre nuestra pasión por los museos y la papelería corporativa, intercambio de regalos, entre otras anécdotas. ¡Y me reí muchísimo! Sin embargo, si hubiese tenido la actitud de “No hablo japonés y no creo que tengamos algo en común”, me hubiese perdido de una conexión fascinante.
Al conocer por primera vez a una de las mellizas nos hicimos reverencias mutuamente, pero 12 horas después me estaba despidiendo de ella con un abrazo (que no es tan usual en Japón) y acortamos la distancia. Una imagen inolvidable para mí fue cuando ella estuvo parada en la puerta de entrada a las 6:30 AM de un domingo diciéndome “chau” con sus manos, mientras diluviaba por culpa del tifón y yo me alejaba dentro del auto rumbo al aeropuerto de Narita para emprender el largo retorno a casa. Se quedó allí despidiéndose hasta que ya no estuve al alcance de su mirada. Increíble. ¿Qué hizo la diferencia? Con mucho respeto y cariño entré a su mundo.
Mi otra prima melliza me cumplió el sueño, junto con mi tía, de llevarme al Parque de Ueno de Tokyo para ver pandas. AMO LOS PANDAS desde que soy niña, así que se imaginarán mi nivel de expectativa. Ellas estuvieron 2 horas haciendo fila conmigo con sus paraguas (llovía incesantemente). Ese gesto fue como recibir 1000 abrazos juntos.
Mi tío, por su parte, me abrió las puertas de su casa para alojarme, me enseñó todo lo que nadie nunca me enseñó sobre mi ascendencia familiar. Elaboró un árbol genealógico de mi familia y me mostró un libro escrito sobre mi tío-abuelo que fue piloto kamikaze durante la Segunda Guerra Mundial.
Él me contó historias de la migración de mi familia y que hace 400 años tuvimos samurais en nuestra ascendencia, me contó sobre mi abuela Yuuki; compartimos varios almuerzos y cenas juntos, vimos la TV comiendo uvas; fuimos al supermercado a hacer compras (me compró mi postre preferido, el mochi); me preparó café porque como latina lo necesitaba para despertarme en la mañana (el desayuno japonés es bien distinto); me llevó y recogió de la estación de tren para que no camine mucho; fuimos juntos a Yokohama a visitar el cementerio donde están nuestros ancestros; me llevó a Kamakura a ver algunos templos famosos; se ocupó de cada detalle y que no me falte nada. Y en el medio de nuestras conversaciones, hasta sus silencios me comunicaron algo especial. Me despedí de él con un nudo en la garganta y aguantándome las lágrimas. Su nobleza, paciencia y cuidado me impactaron de una manera que no voy a olvidar jamás.
Mi tía, la esposa de tío, siendo directora de un sanatorio y una médica muy ocupada, me brindó todo el tiempo libre que podía. Incluso me llevó a conocer su sanatorio, me mostró su rutina, me explicó varios aspectos de la vida japonesa; a pesar de su cansancio acumulado por las reuniones, consultas y cirugías me cocinó sukiyaki (mi comida preferida).
Ella me demostró a través de sus regalos cómo se preocupaba por mí; también me acompañó a varios lugares de Tokyo. En medio de un diluvio me llevó hasta el aeropuerto para despedirse y se tomó un café conmigo para esperar hasta que salga el vuelo, junto con otro de mis tíos. Dada la carga emocional que sentía estando en Japón (las emociones adormecidas y acumuladas desde la niñez se despiertan), ella fue una persona con la que pude expresar cómo me sentía. Recuerdo que en una ocasión casi no pude terminar de hablarle porque sentía que iba a llorar. Ella me miró y me dio el mejor consejo, fiel a su estilo pragmático:
Hay cosas del pasado que ya no se pueden cambiar, tenés que mirar adelante«.
Si me estás leyendo: gracias tía.
Así como yo entré al mundo de ellos, también ellos entraron al mío. Realmente hay un lenguaje universal del corazón. Les recuerdo que sólo conocí a mis tíos y supe de su existencia tres semanas antes de aterrizar en Japón. Ellos, si bien podrían saber la cantidad de hijos que tenía mi papá, no conocían mi historia. Y aún así abrieron su corazón.
Si leyeron la primera parte del relato, seguro van a comprender lo que diré a continuación: mi abuela japonesa falleció sólo semanas antes que yo viajase a Japón. Si ella no partía yo no iba a conocer al tío en su funeral ni iba a quedarme cinco días más a indagar en mi historia familiar. De alguna manera siento que fue un último regalo que ella me dio. Ver sus fotos de adolescente en Japón y conocer detalles de cómo se crió y lo mucho que nos amó me partió el corazón. Pero también me dio fuerzas para extender su legado, vivir honrando su apellido y su amor.
Para que las piezas del rompecabezas encajen necesitamos dejar de forzar nuestro gusto personal, y permitir que los colores y la forma de dichas piezas nos muestren cuál es su lugar natural.
Todo encaja a su tiempo. De verdad. Y no hay pieza que pueda reemplazar el lugar de otra original. A veces eso nos deja un vacío, y a veces la vida nos permite encontrar lo que faltaba para completar el mosaico que es nuestra vida al final.
Hacer contacto para conectarnos… no para impresionar
Habían pasado ocho meses desde mi retorno de Japón. La experiencia personal fue transformadora, pero había algo más que debía lograr.
Llegué 10 minutos antes de la hora indicada. Me senté en la última fila. Miré a mi alrededor. Todos parecían conocerse por la forma en la que charlaban. Sentía las manos frías. Estaba ansiosa. Miré la carpeta que me entregaron al llegar, la cual tenía el título «Primer Simposio Nikkei – Paraguay 2019”.
En eso escuché que alguien me dijo:
– ¿Akita-san?
Le miré sorprendida.
– ¿Akita-san? – me volvió a preguntar. Era un señor japonés canoso, impecablemente trajeado.
– Hai – alcancé a responderle.
– Aderante. Purimera fira – me dijo con un español japonizado y me indicó que le siguiese.
«¿En la primera fila me voy a sentar?», pensé mientras caminaba detrás de él. Algunas personas escucharon nuestra conversación por lo que sentí que sus miradas me seguían. Tragué saliva. Al llegar, me indicó con ambas manos dónde debía sentarme y me hizo una leve reverencia. «Arigatou gozaimasu», le dije con una sonrisa nerviosa. Y me senté. Estaba en la fila de los que iban a disertar.
Una hora después yo subía al escenario a compartir mi historia a un auditorio que incluía al Embajador del Japón en Paraguay Naohiro Ishida, líderes de las diferentes asociaciones y jóvenes nikkeis.
Agarré el micrófono. Ni siquiera saludé. Respiré profundo. Directamente empecé mi charla diciendo:
«Si hace un año atrás me decían que iba a hablar en un Simposio Nikkei, no les hubiese creído. Es más, hace un año atrás ni siquiera sabía escribir mi nombre en japonés. Cuando llegué me senté en la última fila y para mí es tan representativo que de allí me hayan invitado a pasar a los primeros lugares. Yo solía ser esa nikkei que sólo miraba de lejos. Pero hoy estoy aquí parada frente a ustedes para decirles que cuando alguien decide ser un puente de conexión el impacto que eso puede tener en los demás es increíble”.
Es que tras mi retorno de Japón me ocurrieron varias cosas realmente sorprendentes, considerando que era una absoluta outsider un año atrás: numerosas entrevistas en medios de comunicación, incluida una tapa de revista con otras mujeres nikkei destacadas; que una de las sensei referentes en Japón en el arte de vestir kimono (kitsuke) me haya enseñado y puesto mi primer kimono; ser secretaria de la Asociación de Ex Becarios Nikkei de Gaimusho; estrechar la mano del Ministro Abe y quitarme una foto grupal con él tras su visita por primera vez al Paraguay; ser invitada a ceremonias en la Embajada del Japón; ser maestra de ceremonia del Kimono Show en presencia de un auditorio repleto en el Banco Central del Paraguay, entre otros detalles.
A medida que hablaba en ese escenario del Simposio Nikkei me acordaba de este pasaje en Lucas 14:10-11 (MSG):
Cuando te inviten a cenar, ve y siéntate en el último lugar. Luego, cuando venga el anfitrión, puede decir: «Amigo, ven al frente». ¡Eso les dará a los invitados algo de qué hablar!»
Definitivamente más de un nikkei en la comunidad habrá dicho: “¿Quién es esta chica y de dónde salió?”. Sí, puedo comprender eso. Porque fue una exposición meteórica. Siempre estuve atrás, modo ninja. Oculta. Pero cuando retorné de Japón comprendí que, al igual que yo, también habían varios nikkeis que de alguna manera podían relacionarse con mi historia, así que me animé a exponerme. Y es ahí cuando una sabe que se mueve por propósito, no por aplausos.
Si me paré en un escenario, si posé para una foto de portada, si me expuse frente a un micrófono o incluso me senté horas a escribir, no es para “ir al frente”. Es para mostrar con mi testimonio que el que se sienta al fondo tiene igual de valor que el que se sienta enfrente, y que a todos nos llega la hora de ser promovidos para usar nuestra voz y generar un cambio.
Ese “algo más que debía lograr” es la misión de animar a otros a buscar también la pieza de su rompecabezas; a mostrar que Japón tiene mucho por revelar, a unirnos no para competir sino para colaborar. A derribar muros y construir puentes para que otros también puedan cruzar. Lo que me mueve es que hay otra Naru ahí afuera que quiero ayudar.
La revolución empieza cuando nos animamos a preguntar:
«¿Dónde será que esta pieza encajará?».