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El sosiego


Nos faltan preguntas más profundas… y tiempo para escuchar las respuestas.

Estamos bombardeados de estímulos. Demasiado accesibles y enchufados. Estamos apurados. De una tarea a la otra, de un emprendimiento a otro. Nuestra vida se ha vuelto intensa, rápida y lastimosamente poco reflexiva. 

Sin embargo, si queremos crecer, renovarnos y verificar si estamos yendo en la dirección correcta, necesitamos cultivar espacios de silencio, de perfecto sosiego, donde baje la intensidad y nos tranquilicemos. Un momento donde nos preguntemos en quién nos estamos convirtiendo. Un lapso donde nos conectemos con nuestros valores.

En 2016, gracias a la ADEC, tuve la oportunidad de participar de un programa de mentoría entre empresarios seniors y jóvenes llamado Consejeros. En una de nuestras reuniones mi mentor me preguntó: «¿Cómo desgranamos los hechos cotidianos? ¿Cómo analizamos lo que hay detrás realmente?». El primer pensamiento angustioso que me vino a la cabeza fue «¿En qué tiempo voy a analizar?» 😩

Pero la pregunta de mi mentor me siguió dando vueltas. La verdad es que en algún punto debemos empezar a rascar la superficie de los acontecimientos y llegar a una reflexión que requiera mucho más de nosotros. Un abordaje que cale más profundo. 

Podemos hablar de videos virales y de resultados deportivos de taquito, pero estamos dejando –o evadiendo– las preguntas importantes, esas que son más invisibles, que no te gritan para llamar tu atención ni aparecen diariamente en una notificación de red social. Son las que aparecen en la calma, en el sosiego.

Me acuerdo de una pregunta en particular, hecha hace miles de años a Jesús: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante?». ¿Saben cuál fue su respuesta? «Amarás…». 

El inspirador Morrie Schwartz, dejó antes de su muerte por esclerosis lateral amiotrófica un compendio de aprendizajes que ya cambiaron la vida a millones de lectores. Su ex alumno en la universidad y amigo cercano, Mitch Albom, fue quien registró todas sus conversaciones a través del libro «Tuesdays with Morrie» [Martes con mi viejo profesor]. 

La «clase» era todos los martes. Comenzaba después del desayuno. Y la temática entre Morrie y Mitch era el sentido de la vida, la familia, el matrimonio, las emociones, la cultura, el mundo, el envejecer, el amor, el perdón, y el último adiós. De todas sus reflexiones, el sabio profesor decía que la forma en la que finalmente tenemos significado en la vida es amando a otros, dedicándonos a la comunidad que nos rodea, creando algo con propósito.

Sin amor somos pájaros con las alas rotas», decía Morrie.

Si el amor está ausente en nosotros, buscamos substitutos: acumular dinero, enterrarnos en trabajo, en entretenimiento, en lo material. Lo peor es que este tipo de añoranza no se va, sólo se incrementa con el tiempo. Sin alas, sin amor, vamos muriendo como país, como sociedad y como familia, cual pájaro malherido en el nido cuyo diseño original siempre fue volar. 

Quizá ese sosiego que necesitamos venga disfrazado de un tiempo para leer, para escribir, para observar la naturaleza, para descansar, o de caminar en solitario. Pero el objetivo es el mismo, como diría Morrie: «una vez que pongas los dedos en las preguntas realmente importantes, ya no puedes alejarte de ellas».

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Decile a alguien


«El libro de los abrazos», de Eduardo Galeano, contiene una micro-historia que comparto con ustedes para reflexionar hoy:

Nochebuena

Fernando Silva dirige el hospital de niños en Managua. En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar.

Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo queda en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían. Unos pasos de algodón; se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba atrás.

En la penumbra lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedían permiso. Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano:

-Decile a… -susurró el niño-. Decile a alguien, que yo estoy aquí.

*Nada más que agregar

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Lecciones del Narumóvil®


Sí, el Narumóvil®, como cariñosamente le llamo a mi Toyotita Duet, un auto mbarete que ha sido mi transporte por más de 2 años. Entro y salgo de él todo el día, esperando que funcione y que nunca me cree problemas [sobre todo al regresar a la noche a casa]. Cada tanto -cuando cargo combustible- me preguntan en la estación de servicio si quiero revisar el aceite y el agua. Mi respuesta casi automática es «No, gracias. Después nomás». Ocurre que estoy en tránsito, tratando de llegar puntual a algún lugar. Siempre.

Y allí empieza la postergación. Esa revisión importante se deja para «después nomás», HASTA QUE un día nos quedamos en la calle con el auto descompuesto o con el motor «muerto» en el garage. Y en esas condiciones no es grato abrir el capot, por miedo al humo, a que el motor esté hirviendo o simplemente a no saber dónde rayos está el problema [las mujeres sobre todo estamos perdiiiidas en ese mar de tuercas y cables]

Entonces con un ojo abierto le echamos una miradita a lo que hay allí. Y no nos gusta lo que vemos. Sobreviene la pregunta aterradora [de la que habla John Eldredge en su libro «Walking with God»] del ¿cúándo fue la última vez que miramos allí? ¡UFF! Yo no me acuerdo cuándo fue la última vez que miré debajo del capot del Narumóvil®, y me da vergüenza decirlo. Porque soy su dueña, su administradora y la responsable por su correcto funcionamiento. Realmente todavía no me ocasionó ningún inconveniente [¡toco madera! jajaja], pero sé que ese pensamiento lleva a forzar las cosas a su límite. Aunque aparentemente todo esté en orden, siempre conviene un mantenimiento y una previsión.

Así como ocurre con los autos, el mismo descuido y la misma postergación potencialmente podríamos replicar con nosotros mismos, con nuestros cuerpos, con nuestra alma, con nuestro espíritu.  Funcionamos tooooooodo el día, casi mecánicamente, y sobre la marcha corremos el riesgo de quedarnos sin lo fundamental. Pregunto: ¿cuál es tu agua y tu aceite?

Aunque no sea una costumbre, debemos mirar debajo del capot de vez en cuando y renovarnos.

Magistralmente lo dice Bernardo Toro «se cuida lo que se ama, se ama lo que se cuida».

 

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¿Leer personas?


Se encontraban en plena escena del crimen [a lo C.S.I.], cuando Sherlock Holmes miró al Dr. Watson y le dijo «Las uñas de un individuo, las mangas de su chaqueta, sus botas, la rodillera de los pantalones, la callosidad de los dedos pulgar e índice, la expresión facial, los puños de la camisa, todos estos detalles, en fin, son prendas personales por donde claramente se revela la profesión del hombre observado. Que semejantes elementos, puestos en conjunto, no iluminen al inquisidor competente sobre el caso más difícil, resulta sin más, inconcebible».

Parecía una cátedra no premeditada sobre la ciencia de la deducción.  A medida que  revisaron la habitación, más consejos salieron de la boca de nuestro investigador: «Cuando un hombre escribe sobre una pared, alarga la mano, por instinto, a la altura de sus ojos», dando a entender que esta es una estrategia para deducir la altura de una persona.

Luego de varias horas, los policías se sentían impotentes ya que todavía no lograban siquiera bosquejar un perfil físico y psicológico del asesino, puesto que el mismo fue aparentemente impecable en su crimen. No dejó evidencias ni huellas tras sí. Pero, para la sorpresa de los agentes del orden y del mismo Dr. Watson, Sherlock Holmes terminó hallando numerosas pistas.

«¿Cómo hace para ver lo que nadie más ve?», se preguntaban. Sencillo: él desarrolló con el tiempo una «infinita sensibilidad para el detalle».

Entre paréntesis, les recomiendo el libro «Estudio en Escarlata», de Sir Conan Doyle, para enterarse todo sobre la historia en mención.

Bueno, continuemos con lo nuestro. Esa frase «infinita sensibilidad para el detalle» me dio vueltas la cabeza. Tantas evidencias y pistas se pasean frente a nuestras narices a diario y simplemente no las percibimos. La mirada, las manos, el contacto físico, los gestos, el silencio, la elección de la vestimenta, el tono de voz… todos son canales para conocer qué pasa dentro de alguien. Augusto Roa Bastos dijo en una entrevista:

“Todos somos libros, solamente que nos faltan lectores.”

Necesitamos prestar atención a las personas que nos rodean. Hay que ser lectores de humanos,  hojear cada página. Dios nos libre del desinterés. No hay peor trato para el ser humano que pasarlos por alto, como si fuesen invisibles e intocables. El psicólogo W. James escribió:

Si quisiéramos castigar muy severamente a alguien no podríamos pensar nada peor que, si fuera físicamente posible, dejarle frecuentar libremente la sociedad sin que nadie le hiciese caso. Si al entrar en cualquier parte nadie jamás volviera la cabeza, si nadie contestara nunca a sus preguntas, si nadie prestara atención a su conducta, si todo el mundo lo tratara como si sólo fuese aire y se condujeran con él o ella como si no existiese. Enseguida se levantaría rápidamente en su alma una cólera y una desesperación impotentes, ante las que quedarían pálidos los más crueles martirios corporales.

Quizá este ejemplo sea extremo, pero ocurre. Hay personas que pasan desapercibidas, nadie les presta atención, nadie las lee. Y eso les duele. Hay que contrarrestar este pesar considerándolas, dándoles tu tiempo, aplaudiéndolas, respetándolas, reconociéndolas en los pasillos, invitándolas a ser parte. Deberíamos comportarnos más sherlockholmesmente. Ya saben, con «infinita sensibilidad para el detalle».

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Perder el afecto


¿Acaso puede un secreto revelado hacer perder el afecto hacia una persona? Lo que para algunos es sólo un dato, para otros es la razón que puede determinar el fin de una amistad o de una relación. Es que tanto la duda y el dolor crean situaciones tensas y de rechazos.

Si alguna vez te llegó información [de primera fuente] de algo que arruinó tu concepto de alguien, si te diste cuenta de que no era quien pensabas, si descubriste su duplicidad, si se te cayó la venda de los ojos, si te llevaste la sorpresa de su verdadero comportamiento, si te des-ilusionaste… este post te viene al dedillo.

¿Es posible querer mucho-mucho a alguien, enterarte de algo y ya no poder verlo ni en figurita? Increíble la dualidad humana, ¿no? Ya en 1886 Robert Louis Stevenson retrataba este fenómeno en su libro «The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde».

El autor habla sobre ese desdoblamiento de personalidad entre el bien y el mal, esa lucha interna y constante. Conectándolo al tema de hoy, sería esa encrucijada entre: ¿Le hablo, no le hablo? ¿Le perdono, le guardo rencor? ¿Le deseo lo mejor, le deseo lo peor? ¿Le saludo, le evito?

Sobre el último punto, frente a la post-desilusión, tendemos a evitar a la persona. Si la ves en gradería sur, te vas a norte; si la ves en el pasillo, te das la vuelta rápido; si cruzan por accidente la mirada «justo» te llamó la atención algo que viste en el suelo [o en el techo]. En fin, tendés a la evasión.

Vayamos a los síntomas normales: duele cuando alguien te falla, no se puede autorregular la decepción ni con toda la racionalidad del mundo. Sos de carne y hueso, tenés sentimientos y no da gusto que la valiosa confianza que das te la rompan en mil pedacitos.

Pero aquí va mi opinión, y me valgo del título del libro que les recomendé este mes «Todos somos normales hasta que nos conocen»: con el ser humano te vas a decepcionar… siempre. Entre más cerca estamos unos de otros más evidentes se hacen nuestra rareza, nuestros pecados y asperezas.

Echo abajo el mito de la normalidad. Desde Adán, todos somos ligeramente extraños: guardamos defectos y fallas de carácter, no visibles quizá a primera vista. Pero dale tiempo nomás, está ahí. Es que la gente puede aparentar normal, pero esperá conocerlos -y que ellos te conozcan a profundidad-.

Como John Ortberg lo describe magistralmente en su libro en mención, hay ocasiones en las que somos como puercoespines, poco «abrazables» e hirientes con nuestras púas.

La verdad es que si no es ahora, en algún momento de la vida caeremos en la cuenta de que la gente es imperfecta, y uno mismo también. Bastante. Pero nos necesitamos mutuamente. Dios nos hizo sociales, depositó en nuestro ser la necesidad de la comunidad, del compartir. Nuestra felicidad, salud y crecimiento están sujetos a nuestro relacionamiento con los demás.

¿Quién no quiere ser amado y tener amigos que perduren en el tiempo con la gran cualidad de que te acepten con tus defectos de fábrica? Es reconfortante. La clave para que justamente no andemos clavándonos púas y evitándonos en los pasillos radica en los siguientes aspectos: la autenticidad, la empatía, el perdón, la confrontación, la inclusión y la gratitud.

La película «Into the Wild» está basada en la vida real de un brillante muchacho que se harta del dolor de la sociedad y se fuga de mochilero a la solitaria y fría Alaska. La historia culmina prácticamente cuando Alex está por morir de enanición [solo en medio de la nada] y escribe  temblorosamente con lo que le queda de lápiz lo que sería el mayor aprendizaje de su vida:

Happiness is only real when shared.

La felicidad sólo es real cuando es compartida.

Wow. Pese a todo lo que nos pudieron haber lastimado, no abandonemos el ring. Luchemos contra ese otro yo [Dr. Jekyll and Mr. Hyde], y guardemos las púas. Puede que perdamos el afecto por alguien, pero nunca lo hagamos por la comunidad y por el compartir.

Admitamos: TODOS SOMOS NORMALES HASTA QUE NOS CONOCEN.