Era temprano en la mañana y la calle ya tenía un tráfico semi-caótico. Estaba en una subida, el semáforo cambió a verde, puse en primera, aceleré y dos segundos después vi cómo mi termito con café caliente puesto en el asiento del co-piloto voló y fue a parar al piso, desparramando el líquido sin piedad sobre la alfombra. ¿Mencioné que el semáforo dio verde y que estaba en una subida [auto mecánico]? Rápidamente quise recoger el termito pero los bocinazos impacientes me obligaron a continuar y presenciar impotente aquel derrame.
Mi primer pensamiento fue «@#~!%*». El segundo fue «¡Grrr, qué maaaal día!».
Dos cuadras después, en medio de mi pirevaísmo, apareció el tercer pensamiento: «¿Realmente es un mal día sólo porque se te derramó el café? Si sos consciente de lo que es tener un mal día, te reirías de esto, es más, lo agradecerías». Y allí, con la alfombra mojada y sin desayuno, me empecé a reír. Me reí con ganas, me reí mucho.
Seguido se presentó un cuarto pensamiento: «Contentamiento». Esa alegría a prueba de problemas. Esa resolución de gozarse a pesar de las circunstancias. Esa satisfacción nacida de la decisión.
«…he aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación», Filipenses 4:11.
Este es Pablo hablando. Un hombre que tuvo días terribles y días gloriosos. Al igual que él, ¿nos animamos a tomar la resolución de contentarnos, sea lunes o viernes, sea en la multitud o la soledad, sea en la salud o la enfermedad, en la riqueza o la pobreza, en la presión y la tranquilidad? ¿Nos sumamos al desafío de proteger nuestro buen humor y nuestro entusiasmo hasta donde sea posible? ¿Nos atrevemos a impedir que el problema detrás de la esquina nos arruine el día?
A veces se torna difícil, lo sé. Hay jornadas donde nos aguardan noticias devastadoras, de aquellas que nos quiebran. Para esas ocasiones guardemos las lágrimas y la verdadera tristeza. Pero para el resto de los días, seamos agradecidos por el mismo privilegio de respirar y vivir, y quién sabe… hasta por el derrame de un café.
Sabía que este día iba a llegar. Y antes que «tarde», preferí que sea «temprano». Luego de casi 14 años de jugar básquetbol [13 de ellos en primera división], me retiro definitivamente. Si bien esta noticia es sólo de interés para mi equipo y para mis amigos cercanos, la hago pública porque hay tanto que quiero expresar.
Desde la pre-adolescencia este deporte me acompañó día tras día, mes tras mes, año tras año. La Molten o la Spalding simplemente se convirtieron en la prolongación de «mis manitos de seda» [gracias Gustavo Köhn]. Por tanto tiempo el polideportivo «ODD» fue un refugio, un escape, una bocanada de aire fresco frente al estrés y un ambiente hasta familiar.
Muchos se preguntarán ¿por qué retirarse ahora? Parece prematuro. Si bien me gustaría jugar hasta que ya no me den las piernas, soy de la filosofía de que un deportista debe retirarse en su mejor momento, no en su decadencia.
Hace unos cuantos años vengo arrastrando un ritmo de locos con los compromisos que tengo, saliendo a la mañana de casa y llegando a la noche -sin descanso-, con desgaste mental y físico de por medio. Son muchos sacrificios los que he hecho por continuar jugando, tratando de lograr un equilibrio con el resto de mis responsabilidades. Me ha funcionado, aunque ya estuve al borde del estrés en ciertas temporadas.
Es hora para mí de ir POR ALGO MÁS. A otros desafíos, a otras «canchas», a pelear otros campeonatos llamados crecimiento profesional y perfeccionamiento académico.
Les confieso, me es surreal, pero llegó el momento de despedirme del básquetbol y del Olimpia.
Termino, cumplimiendo mi promesa a mi abuelo [el paraguayo y el que me hizo olimpista], de que nunca jugaría por otro club que no sea el Olimpia.
Termino, con la experiencia de que el básquetbol me subió a mi primer avión rumbo a Lima [Perú], haciéndome recorrer gran parte de Sudamérica años después.
Termino, con fotografías para el álbum de los recuerdos, cientos de recortes de diarios, DVDs, cassettes, revistas y anecdóticas entrevistas en radio.
Termino, con gran parte de mi introversión y timidez pulida por el deporte.
Termino, con la satisfacción de haber fusionado abrazos emotivos e inolvidables en medio de la cancha, con mi equipo, con amigos y familiares.
Termino, con una mochila llena de aprendizajes, los cuales atesoraré por el resto de mi vida. Más de uno estará de acuerdo conmigo: la disciplina que te da el deporte es única.
Termino, con la certeza de decir que, remunerada o no, siempre di lo mejor de mí. Noche tras noche llegué empapada de sudor a mi casa luego de los entrenamientos y los partidos.
Termino, luego de esta década y algo, con la amistad de entrenadores, preparadores físicos, kinesiólogos, jugadoras, padres y madres, árbitros, periodistas deportivos y espectadores.
Termino, con una cicatriz de 10 puntos en la rodilla a causa de una rotura de ligamento cruzado y menisco [me lesioné a los 17 años durante un partido], pero con uno de mis desafíos más difíciles superado.
Termino, con un entrenador a quien aprendí a apreciar, respetar, escuchar y a valorar. Un mentor que quitó lo mejor de mí en momentos difíciles, sobre todo cuando perdí la fe en mi talento; un amigo para sus jugadoras y un multicampeón.
Termino, con un equipo que fue una hermandad, 12 leonas que rompieron récords, cerraron la boca de los criticones, que hicieron trizas los pronósticos desalentadores [perdiendo 1 solo partido en casi 2 años] y con una unidad inquebrantable.
Termino, con el recuerdo de nuestro círculo, aquel donde las manos se ponían unas sobre otras y donde nuestras voces gritaban al unísono «¡¡¡¡DALE O!!!!».
Termino, con el broche de oro de haber alzado tres copas [el Apertura, Clausura y Absoluto] de la temporada 2011.
Termino, siendo tricampeona y capitana con un equipo fantástico.
Termino mi carrera deportiva en mi mejor momento.
Termino, con un corazón que bombea agradecimiento a Dios.
Verán, siempre que se avanza, se debe dejar algo atrás. Y duele, y seguirá doliendo un tiempo prolongado. Pese a que mi retiro es voluntario y a que nada me obliga a hacerlo, es una decisión difícil pero necesaria. Sólo el tiempo dirá si me equivoqué o no, mas prefiero pensar que mi tiempo llegó.
Me retiro sabiendo que se cierra un capítulo hermoso en mi vida, para dar paso a otros. «Traspaso la antorcha» a las nuevas generaciones. Sabía que este día iba a llegar, y cuelgo los championes diciendo:
Una razón más por la que creo en Dios y me río del Big Bang. Al observar a esa gente que domina tan naturalmente un arte o una técnica, no puedo más que maravillarme. Sólo pienso «Nació para esto». Son dueños de un don|talento que la práctica no consigue ni el dinero compra. Es un regalo de nacimiento, uno que viene en la sangre.
Cuánta belleza y destreza se encuentran repartidas en el mundo. Cuánto virtuosismo. Hay quienes pasan años tratando de desarrollar una habilidad, otros en cuestión de segundos la dominan con una facilidad a-d-m-i-r-a-b-l-e. Son los virtuosos. Los que te motivan a aplaudir al Cielo.
Lastimosamente, varios de ellos se quedaron a mitad de camino y no alcanzaron su pleno potencial porque despreciaron la disciplina. Se creyeron sabelotodo, rehusaron «la partitura» y empezaron a mirar a los demás como inferiores.
Pero qué gran bendición sería que se fusionen el virtuosismo con la disciplina, la inspiración con la transpiración. Y, sobre todo, que ese talento sea usado para el bien.
Mozart y sus "garabatos"
Escribiendo este post, pensé bastante en David Garret, un joven violinista de procedencia alemana, que me dejó impresionadísima. Tuve la oportunidad de ver por DVD su concierto. Casi me levanté de mi sofá a ovacionar.
Es que no puedo permanecer indiferente ante la belleza que Dios creó, eso me infunde un deleite hasta espiritual. Me fascina ver al que nació para pintar, para hablar, escribir, actuar, bailar, cantar, tallar, dibujar, enseñar y crear con gran dominio y naturalidad. Veo un rasgo de Dios en cada uno de ellos y me da piel de gallina de la emoción.
Ni amebas ni explosión. Ni azar ni evolución de monos. Los virtuosos me hacen amar aún más a ese Alguien que nos pensó con intencionalidad… y a cuya imagen y semejanza estamos hechos.
Sí, ideas barnizadas. Cuando pensamos que ya lo sabemos todo y no dejamos que una nueva idea nos traspase [somos resistentes a ella]. Nos preservamos tanto de la «atmósfera» circundante, que terminamos haciendo del orgullo un barniz que, después de seco, adquiere tanta dureza que ya nada lo puede traspasar.
Recibimos consejos pero hasta que no nos tropezamos múltiples veces con la misma piedra, parece que no aprendemos. Nos señalan un error, pero insistimos en nuestra conducta. «¿Ceder? No, gracias», decimos. Nos autoconvencemos de que todos están equivocados o exagerando. Aunque nos tiren un balde de agua fría para que nos despertemos, estamos barnizados. Nada traspasa.
Comparto con ustedes un principio revelador que vi en la película «Soul Surfer», historia verídica sobre la vida de Bethany Hamilton [surfista talentosa que perdió un brazo por el ataque de un tiburón], y es que:
Cuando atravesamos un conflicto a veces estamos «demasiado cerca» y con un zoom que no nos permite ver el cuadro en general.
Sin embargo, otros sí poseen esa perspectiva. Es allí cuando conviene escucharles y dejar de lado la brocha con barniz.
Hay que aprender a diferenciar cuándo ser pertinaces, intransigentes e irreducibles en nuestras posturas, y cuándo no. Es gracias a las personas sabias que nos rodean que logramos ver más allá de lo microscópico. Quien realmente procura tu bien no te adula, sino te resguarda de un perjuicio. No quiere ganar un concurso de popularidad contigo, quiere protegerte.
¿Duele que te digan la verdad? DUELE MUCHO. Pero una herida no se sana sin que alguien meta agua oxigenada y te limpie primero. En ese sentido, a veces me pregunto, ¿cuál posición es la más difícil? ¿Confrontar con la verdad o escuchar que te confronten con ella? Ambas aristas tienen sus incomodidades, pero el escuchar y tomar la copa amarga es lejos lo más difícil.
«Desbarnizarnos» depende de cada uno. No vendrá por obligación o por la fuerza. Es un renunciamiento voluntario a la terquedad, un ablandamiento del corazón, un chau a las excusas y una bienvenida a esa virtud poco practicada: el admitir que otros tienen la razón.
Bajamos la guardia ni bien atravesamos la puerta de nuestras casas. Siendo casi el final de la jornada arrastramos los pies, abrimos la heladera y después nos derrumbamos en la cama o el sofá. Para esa hora la lengua ya está cansada de hablar y los oídos de escuchar. Si es que tuvimos un mal día, lo sobrellevamos con estoicismo frente a todos, pero ni bien llegamos a casa nos soltamos y permitimos la vulnerabilidad.
Uy, si la familia pudiese escribir una biografía sobre nosotros.
Al fin y al cabo, esos somos. El auténtico «yo» reside en casa. Con el resto de nuestros círculos sociales no es que fingimos, pero definitivamente nos cuidamos más. Creo que para conocer realmente a una persona hay que preguntarle a su papá, a su mamá, a sus hermanos, a sus cónyuges. Ese puñado de gente fue y es testigo desde siempre. Conocen nuestra personalidad en pijamas, conocen la verdadera reacción, cuánto nos lastiman o nos alegran las situaciones. Conocen el esfuerzo diario. Por eso, los primeros en llorar con los grandes logros o las grandes decepciones son ellos. Por eso, los que encabezan la lista de agradecimientos y discursos, son ellos. Simplemente, SABEN MUCHO.
Apunte de aprendiz: cualquier cambio que procuremos para este 2012 a nivel personal, primero pensemos en «¿Y por casa cómo andamos?». Algo me dice que toda transformación sostenible en el tiempo tiene su principal examen «entrecasa».
Uy, si la familia pudiese escribir una biografía sobre nosotros.
Somos hechos artesanalmente, no producidos en serie. La idea de que Dios es un artesano y no un fabricante cambia toda ecuación. Efesios 2:10 dice que “somos hechura de Dios…”, somos una figura de barro moldeada por las manos del artesano del Universo.
Dios no nos hace en serie, cada persona es única, es original, tiene sus tiempos, sus formas, sus luchas, sus talentos, sus estilos de aprendizaje, sus gustos, sus temperamentos, sus debilidades, su historial, su árbol genealógico, en fin, su mochila individual. ¡Y qué reconfortante saber que no somos producto de una fábrica de la fe, sino de un taller artesanal de donde salen obras maestras irrepetibles!
Partiendo de ese principio, hay un dilema por superar: “producir gente en serie”. ¿Qué significa eso? Es querer imponer una talla universal de crecimiento. Es establecer una medida convencional, como en las fábricas, y procurar que todos aprendan, se desarrollen y reaccionen bajo el mismo molde, al mismo tiempo. Pero esa metodología sólo lleva a que calquemos la fe de otros y terminenos frustrándonos. En términos de crecimiento espiritual e incluso educacional, hay que acabar con eso de la “cadena de montaje”.
El Dios artesano ama el arte y la creatividad. Él imprime un sello personal a cada obra suya, a diferencia de los fabricantes, que lo producen todo en serie. El Dios artesano busca lo singular, lo extraordinario, y que cada uno sea la mejor versión de sí mismo.
El mensaje es éste: descubran la peculiaridad. ¿Acaso Jesús dio el mismo trato a todos? No. Él conocía a profundidad el temperamento, las debilidades y fortalezas de las personas. Sabía qué decirles y cómo, qué les entusiasmaba y qué no. Él desarrolló el máximo potencial en sus discípulos porque se tomó el tiempo de conocerlos. Augusto Roa Bastos dijo en una entrevista una vez: “Todos somos libros, solamente que nos faltan lectores”. Pregunto: ¿nos tomamos el tiempo suficiente de leer a las personas?
En palabras de John Ortberg a veces “somos como David tratando de caminar con la armadura de Saúl”.
Lo que funciona para unos, puede no aplicarse para todos. Hay quienes aprenden mejor mirando, otros escuchando, otros haciendo, otros hablando, otros en grupo, otros solos, otros a través de la imaginación. Algunos son introvertidos, otros extrovertidos. En conclusión, un plan de crecimiento sostenible implica más bien una arcilla maleable antes que la automaticidad de un botón. Somos artesanía, ¡y gloria a Dios por eso!
Tuve la oportunidad de escuchar entre un reducido grupo de 20 personas a Ramón «Moncho» Sabella, uno de los sobrevivientes del accidente de avión en Los Andes, en 1972 [¿recuerdan la película «Viven»?]
En varios momentos, Moncho mencionó que nuestro umbral de dolor se ensancha a medida que pasamos por pruebas difíciles, que ni nosotros sabemos que somos capaces de soportar.
«No puedo más». Y podés.
«Estoy demasiado cansado». Y seguís.
«No doy más». Y das.
Eso me hizo acordar a una cordillera que mi familia tuvo que afrontar en 1999. Mi tía, una de las personas a quien más amo en la faz de la Tierra, tuvo un cáncer invasivo. El pronóstico era muy desalentador. El desafío: una cirugía complicada y numerosas sesiones de quimioterapia. Fueron meses y meses de lucha. Recuerdo que mamá se quedó con ella a dormir durante los días de internación. Hay cosas que simplemente no puedo describir, pero sé que mamá precisó de una fortaleza de fierro para sobrellevarlas.
Un día, estando en la habitación del sanatorio, mamá entró al baño a llorar, mordiendo la toalla para que sus gemidos no fuesen escuchados por tía. Era por la impotencia de ver así a su hermana, por el cansancio acumulado y porque, extrañamente, estábamos enfrentando el peor momento de todos… prácticamente solos. Allí, entre sollozos, trató de hilvanar una oración. Esa que todos hicimos alguna vez: «Dios, dame fuerzas, no puedo más».
Moncho Sabella contó que una noticia muy devastadora durante los 72 días en las cordilleras, llegó cuando escucharon por radio que se había suspendido la búsqueda de sobrevivientes y que los daban por muertos. Más de uno habrá mordido su toalla.
Las malas noticias, las enfermedades y las tragedias, ensanchan nuestro umbral del dolor a dimensiones que ni nosotros creíamos posible. ¿Sobrevivir a un cáncer invasivo, a una cirugía riesgosa y enfrentar sesiones fuertes de quimioterapia hasta que literalmente no te quede un pelo? ¿Sobrevivir sin comida, sin agua y con un frío insoportable en medio de la nada?
Este es el siglo XXI, pero conozco numerosos gladiadores. Uno de ellos es Moncho, otras dos son mi tía y mi mamá.
Cuando más de uno hubiese tirado su toalla, ellos la mordieron.
Clamaron por fuerzas un día a la vez, una sesión a la vez, una cordillera a la vez. Y esas fuerzas les fueron dadas.
Existe esta percepción de que para ser parte de la Iglesia primero hay que cumplir una serie de requisitos, como ordenar la vida, dejar malos hábitos, cumplir reglas, solucionar los problemas y, posteriormente, acercarse. Cuando, en realidad, a la Iglesia hay que aproximarse con la mayor sinceridad posible.
Jesús admiró a la mujer pecadora que derramó perfume a sus pies -con un corazón contrito y sincero-, y aborreció la actitud de los fariseos blanqueados por fuera pero podridos por dentro. En realidad la Iglesia -entendida como el cuerpo de Cristo y un grupo al cual pertenecer- es una comunidad para la sinceridad, no para disimular. Es una oportunidad para lavar la ropa, no para esconder las manchas. Es una terapia donde recibimos consuelo, no humillaciones.
Es un espacio de autenticidad, no de fingimiento. Es una luz radiante, y no un agujero negro. Es una gran familia, no un grupo de competidores ni de rivales. Es una esfera que propicia el perdón, no la condenación. Es una ayuda para la restauración, no un dedo acusador. Es un cuerpo que trabaja unido y coordinado, no cada miembro por su lado.
Es una colectividad que se corrige con mucho amor, no donde se hace vista gorda de los errores; es una comarca de aprendizaje, no de ignorancia; es donde todos saben que son salvos por gracia, no por méritos; donde uno sirve por agradecimiento, no por aplausos.
Pertenecer a la Iglesia es un entusiasmo, no una carga; es un sueño, no una pesadilla; es una fuente de energía, no de agotamiento; es una plataforma para desarrollar talentos, no para enterrarlos. Es una guía para la vida, no un desvío. Es un grupo de promesas cumplidas, no de falsas esperanzas. Es una bendición para las familias, no motivo de rencillas. Es una misión que implica sacrificios, no la solución a todos los problemas.
La Iglesia es donde nos estiman y nos esperan, no donde somos ignorados. Es donde hacemos el bien, no el mal; es donde se siembra, y no donde se desparrama. Es donde se honra a los padres, no donde se los irrespeta. Es una comunidad de auxilio, no de abandono. Es donde te levantan la cabeza, no donde te la bajan.
Es donde son forjados los valientes, no donde el temor aniquila. Es un espacio de superación, no de mediocridad. Es donde se vive lo que se predica, no donde se predica de lo que no se vive. Es donde se hace fiesta porque los hijos pródigos regresan, no un inventario de pecados antes de aceptarlos de vuelta. Es donde encontramos fortaleza de Dios, no del humano. Es donde descubrimos el sentido de la vida, no confusión.
Es un lugar donde son bienvenidas las preguntas; donde se disfruta de la libertad, no de la opresión; donde hay afecto, no aspereza; donde construimos anécdotas para el recuerdo, no para el olvido. Un lugar para batir récords, no para tocar techo; donde el huérfano encuentra familia, no donde se siente en soledad. Una comunidad donde se nace de nuevo, no donde se vive del pasado. Un desafío a creer, no a dudar. Un lugar de gozo, no de descontentos. Una comunidad que glorifica a Dios, no a los hombres. Un lugar medicinal, no tóxico. Un lugar de pastos delicados, no de estrés.
La Iglesia, donde somos regenerados, no degenerados; donde nuestra historia es la de pequeños principios y grandes finales, no la de la frustración. Allí donde encontramos hermanos para toda la vida, no enemigos; allí donde se piensa en el pobre y en el débil, no donde se los pasa por alto.
La Iglesia, esa donde la gracia sobreabunda, esa de la cual Jesús vive enamorado. ¿Queremos esa Iglesia? Seamos esa Iglesia.